Alicia en el País de las Maravillas con el gato Cheshire, el sombrerero loco y el conejo blancoLa ruta circular a ninguna parte
 

La Gran Ruta Surrealista

Gran ruta circular a ninguna parte (30,5 kms)16-09-12

Los cuatro al final

Al recoger el tito a Romerillo de su casa a las 6 y cuarto de la mañana-noche se enteró de que habría una baja, fallaba el quinto senderista, luego la ruta se veía abocada a sólo un par de parejas. Nos acompañaban dos amigos, dos ciclistas, dos cachondos.
Cristóbal, a partir de ahora “el gato de Cheshire” y Javi, al que bautizaremos para hoy y para cuando desee acompañarnos como “el sombrerero loco”. Sólo para esta ruta Romerillo será “El conejo blanco” y el tito será Alicia, la del País de las Maravillas. Espero su comprensión y su paciencia.
A las 6 y 25 minutos llegó la conocida pareja de senderistas a la Aucorsa, que era el punto de encuentro con esa otra pareja. El conejo blanco repiqueteaba con su bastón-paraguas sobre el suelo, un tanto inquieto, sin parar de consultar su reloj de cadena, mientras Alicia trataba de adivinar el aspecto de sus acompañantes.

Alicia en el País de las Maravillas

Apareció entonces de la oscuridad una enorme sonrisa como a media altura acompañando a un individuo tocado con un extraño sombrero, con pajarita y un traje viejo amarillento que le daban un aspecto cochambroso. Venían conversando, al acercarse más la sonrisa desapareció y surgió en su lugar un enorme gato negro con rayas que nos miró con recelo.
El conejo dejó caer su reloj y saludó a ambos como la cosa más normal del mundo, presentándolos a la joven Alicia. El gato sonrió de nuevo y habló, sí el gato hablaba, no mucho al principio, pero hablaba, aunque el tipo del sombrero hablaba mucho más. Alicia estaba un poco asustada.
Se reunieron todos y Alicia comenzó a grabar con su cámara al conejo explicando a los otros la ruta de hoy.
- Hoy tenemos una ruta circular muy bonita a ninguna parte que esperemos que os guste. Se trata en resumen de una variante más larga y dura de la ruta Matasuegras con sabor a mermelada de fresa. No tenemos todo el día para explicarla, vámonos ya.
El gato y Alicia llevaban GPS, pero el del gato llevaba ya 700 mts. de adelanto pues lo había puesto en marcha desde su propia casa. Alicia y el conejo sabían que a esas horas hay que echar la linterna pero los otros no, por lo que el gato refunfuñó un poco al principio a pesar de que todos sabemos que los gatos ven perfectamente en la oscuridad. Al sombrerero le daba igual, no miraba nunca hacia abajo porque se le caía el sombrero, pero no dejaba de hacer observaciones sobre lo poco preparados que iban.
Marcharon en fila india nuestro singular grupeto entrando por el negro túnel que parecía el arroyo Pedroches. Alicia dudó si por aquí o por allí avanzar, a la luz de su candil fue comandando los primeros tramos abruptos completamente de noche, total sería un cuarto de hora.
Pasados quince minutos, media hora, seguía oscuro, por lo que decidieron ponerse a cazar “gamusinos”. A la entrada del puente de hierro localizó uno Alicia. Vio sus ojos reluciendo en la oscuridad, lo avisó a todos, pero cuando llegaron a su altura desapareció como había aparecido.
Al tercer kilómetro llegaban a la cueva y el viejo sombrerero pegó un grito atroz, un gamusino le había salido de frente al encuentro, con sus ojos ardiendo y rechinando los dientes. A su amigo el gato de Cheshire se le erizó el lomo y quiso atraparlo, pero en un instante de nuevo desapareció. A todos se nos puso la carne de gallina. El sombrerero loco les contó aquella terrible experiencia desde todos los ángulos posibles. Se debía tratar de una raza evolucionada de dicha especie “el gamusino-león”, más imponente con creces que el gamusino común.
A la hora de camino Alicia volvió a perderse, el candil se apagaba y se encendía, en aquella hondonada los primeros resplandores se resistían aún y se hacía difícil identificar la ruta. El conejo miraba el reloj una y otra vez contrariado por la demora y por titubear delante de sus amigos.
Pero una vez retomado el sendero, clareando, la niña apretó el paso de firme, con el conejo a su lado y el sombrerero detrás. ¿Y el gato? ¿Dónde estaba el gato?
- Estoy aquí. Dijo una voz ronroneante. Miramos abajo, de donde salía la voz y sólo vimos unas bonitas botas marrones con un circulito amarillo delante y detrás. El gato había desaparecido y sólo se veían sus flamantes botas.
El sombrero explicó la situación:
- El gato aprovecha las cualidades “vibrantes” de las suelas de sus botas para acelerar el paso sin escurrirse, y desaparece para evitar el rozamiento; es de 1º de F.P.
- ¡Claro! Rió el conejo, cómo mola; es un bicho el tío.
Alicia se encogió de hombros y siguió su camino un poco aturdida por los acontecimientos.
A los 7 kms. llegan a las ruinas; empieza la fantasía: El conejo trepa al montículo con la cámara de fotos para no perderse detalle. Es casi de día ya. Alicia sube de la mano del sombrerero loco, a ver si se calla un poco. Al gato lo oigo pero no lo veo, incluso mirando hacia atrás. El conejo de reportero gráfico nos caza a todos allí, como gamusinos, menos al gato. Finalmente al lado del viejecito vemos un charco, de sudor, después unas botas y, paulatinamente va apareciendo el minino. El conejo le toma una foto antes de que se esfume de nuevo.
Una panorámica tomada por Alicia embellecerá la ruta. Allí ella misma replantea la situación mientras iba desapareciendo de sus mentes aquella pequeña cuesta primera:
- Ahora viene una cuesta muy dura, pero no preocuparos que luego se os olvidará, por muy dura que os parezca.
El gato sacó su mejor sonrisa de gato de cuento de Lewis Carroll y le enseñó sus grandes botas de gato de cuento de Perrault, como poniendo de manifiesto sus dotes de alpinista. Y desapareció de nuevo, apareciendo encima de un olivar al lado del camino.
- Por mí adelante. Dijo el gato.
El sombrerero no tuvo inconveniente tampoco. Él no poseía unas botas iguales pero usaba sombrero, como en la fábrica, que las cosas se habían puesto fatal y era la única forma de conservar el puesto de trabajo. Antes usaba una gorra pero de aquello hace tiempo, desde la crisis había tenido que usar sombrero a la fuerza y no le iba mal, no se podía quejar. Incluso había montado un bar. ¿Sabéis dónde tiene el bar el sombrerero loco? En Fátima…bla, bla, bla, bla…
Entonces el conejo tiró para arriba muy rápido, pues le había puesto nervioso tanta parada en las ruinas y tanta charla.
Alicia le siguió y lo frenó un poco para colocarse ella delante y subir más despacito. ¡No podía con los tacones! Mira que lo pensó. Menos mal que llevaba el bastón que le prestó el pájaro Dodo. El flamenco que llevaba en la mochila lo dejaría por si llegaban con tiempo para jugar al golf en el Club de los Villares.
Como ya dijo ella y el gato más tarde es imposible que nos acordemos de ninguna cuesta. Así es que empezaron a subir por una enorme llanura que les tumbaba hacia atrás. Alicia sufrió bastante tratando de ascender sin que se le rompiera un tacón. Apareció de pronto la sombra del gato a su lado, vibra que te vibra las botas subían contándoles chistes a los demás. Se mofaba de su amigo el sombrerero que por fin había parado de hablar. Pero también llegó arriba sin quitarse siquiera el sombrero. Con las botas delante, con la niña muy cerca y el conejo respetuoso detrás. Se acabó.
Todos arriba jadeantes se olvidaron rápidamente de aquel calvario y siguieron hacia el Santuario de Santo Domingo, unos metros más adelante.
Lo divisaron al frente y allí lo dejaron para tomar en el siguiente cruce el camino siniestro de los cortafuegos, ignorando la bondad de la añorada ruta Matasuegras. Nuestros alegres amigos decían conocer el terreno y, extrañamente acordarse de él, a mí si que no me extraña, son inolvidables. Teníamos delante una inmensa llanura del 20 al 30% de elevación en tres hermosos tramos tres.
Alicia tomó las riendas con pavor con el gato esfumado a su lado. El conejo blanco no sé como aguantaba detrás con el pobre sombrerero que hablaba por última vez en un buen rato.
El primer tramo es muy ancho, pero está lleno de piedras y es el más largo y temible. El conejo tuvo que sujetar a la niña del lazo que se volvía a caer hacia atrás. El gato vibraba como si le hubieran pisado el rabo avanzando por su lado amenazando adelantarla. Y el sombrero, con el conejo nervioso callaba detrás. La niña se sintió como se sentiría Sísifo subiendo por allí cada fin de semana la gran roca hasta la cumbre. El vestido empezaba a quedarle estrecho y un botón de la prenda saltó disparado hacia atrás, yendo a parar al ojo del sombrero loco, que no pudo atraparlo al vuelo por estar sujetándose el gorro.
Tendría que quitarle la faja a su madre o ponerse de nuevo a plan. Desde luego que ejercicio sí que hacía, pero era inútil, sólo el olor a fresa de aquella ruta le engordaba sin querer, por lo que sudaba como un camionero.
Cuando llegaron a lo alto del primer tramo Alicia llevaba congelados casi todos los dedos de las manos y de los pies, con quemaduras de tercer grado, a pesar de seguir los consejos del Sherpa y llevar calcetines de borreguito y guantes de lana. El gato se desprendió allí de su primera vida. El sombrerero cayó por fin, mientras el conejo blanco, que había preparado la ruta, se tronchaba de risa detrás.
La segunda parte del cortafuegos se presentó antes de que terminase la primera, otra planicie del 25% de inclinación y 700 mts. de longitud. El gato de Cheshire se echó las botas al hombro y adelantó sin rubor a la agotada niña, creyendo que nadie le vería, sin saber que los gatos no pueden desaparecer a partir de los 1.000 mts. de altitud.
Todos los senderistas saben también que a partir de esa altura todos los humanos pierden la voz y sólo les queda reflexionar o maldecir mentalmente. No les sucede igual a los animales de leyenda, sino más bien todo lo contrario. Pues empiezan de pronto a decir todo lo que les pasa por la cabeza. Decía así el gato al sombrerero:
- Habla ahora viejo loco. Cuéntanos algo.
El pobre viejo se mordía la pajarita sufriendo en silencio las humillaciones de su amigo, pensando que para ir a ninguna parte podían haber cogido la bici.
El conejo blanco no pudo aguantar por más tiempo y palmeando la espalda del sombrerero loco le dijo al gato que el viejo no podía vibrar como él sin sus botas, pero que era el primer sombrero que veía a esa altura. Y echó a correr tras él.
Al llegar a lo alto Alicia se encontró al gato riendo y bailando, apretó el puño y saco la cámara para hacerle una foto a él y a los demás que llegaban, antes de que desapareciera la cuesta.
Continuaron hasta arriba del todo por el tercer tramo sin parar. Cuando llegó arriba la niña habían desaparecido casi sus “michelines”. Miró hacia atrás, a la espalda del sombrerero que era el último y pudo observar un espectáculo telúrico impresionante. El paisaje se alisaba como los pliegues de una manta cuando se le pasa la mano haciendo la cama, hasta que en las colmenas, al llegar a la pista de aterrizaje de los Villares, se convirtió todo en una inmensa llanura.
A no ser por aquellos charcos de sudor, por los resoplidos y el golpeteo de sus pechos que retumbaban como tambores a punto de estallar, nadie diría que hubieran subido una enorme cuesta.
Continuaron por el sendero rompepiernas que gatea paralelo a la carretera de los Villares, felices de llegar ya mismo a la primera parada para reponer fuerzas. Al pasar por el Club de Golf Alicia corrió hacia el “green” para mejorar un poco su “putt” que se le estaba oxidando, para lo que sacó al fin al enorme flamenco rosado de su mochila, que se asfixiaba allí dentro.
Arriba a los 14, 5 kms., a las tres horas de marcha, donde los últimos peroleros, al lado de un bonito puente de madera, se tiraron todos a descansar. Eran las 9 y media de la mañana. Alicia tras una gran encina se cambió el vestido rojo reventado y chorreando por uno beige precioso atado con un gran lazo rosa por detrás. Cuando se dio la vuelta, a la altura de sus tetitas tenía rotulado bien en grande el mapa y el letrero de las Mágicas Veredas Cordobesas.
El sombrerero loco se quitó su gorro para hacer pipí con cuidado de que no lo viese la niña, bajo las ramas de un árbol donde se había subido el gato a descansar. Allí, más sereno, el viejo volvió a tomar la palabra:
- Fuera de aquí gato. Lo que faltaba es un gato mariquita.
- De eso nada monada, que estoy deseando de llegar a casa para echar un pinchito con mi gatita. Dijo el gato, que sin duda estaba en celo.
Mientras tanto el conejo echaba algunas fotos a la banda y la niña se comía una madura banana emulando el sensual anuncio de “Plátano de Canarias”.
Pronto el conejo blanco soltó la cámara y sacó el reloj, empezando a golpear impacientemente en el suelo con su bastón. Quedaba el mítico y malhadado pico de Torreárboles, una terrible escalada considerada de primer orden; el Everest de las Mágicas Veredas Cordobesas, ignorado de los más mediáticos ochomiles del planeta por un error de cálculo o por falta de patrocinio.
Desde la parada de los Villares hasta la base del puerto hay un buen trecho. Salimos de los Villares abriendo una valla a la izquierda siguiendo los postes del GR-48. Hasta el túnel que pasa bajo la carretera son dos kms. desde la parada y otro más hasta la base de Torreárboles.
La niña cedió gentilmente el paso a los dos animales que, con el conejo delante dispuesto a dejar bien alto su pabellón, emprendieron la subida sin ayuda de teleférico como había comentado el sombrerero. Alicia subió de la mano del hombre, apoyándose mutuamente pero sin rozarse. Para ser una niña y un viejo no lo hacían muy mal, ambos subieron unos metros detrás de los bichos sin parar en ningún momento, podían estar orgullosos. En todo lo alto esperaban sentados el gato y el conejo descansando, el gato ya se quejaba de no haber encontrado una sola cuesta en aquella lisa ruta, y es que ya estaría desapareciendo tras la pareja de humanos. Y también se quejaba de un dolor en una de sus patitas provocado por esa ruta tan plana. Alicia estuvo a punto de tirarle el flamenco a la cabeza antes de que desapareciera, pero se contuvo, lo hizo por su amigo el conejo, que confiaba en él.
Bajaron con la niña de nuevo delante pues aún no habían llegado a “ninguna parte” y ya empezaba a estar cansada de verdad. Descendieron por “el arrastraculos”, donde el gato se había caído cierto día en la bici perdiendo otra vida, hasta la virgencita. Por allí nos pasaron algunas bicicletas sin muchos miramientos, cruzando el gato negro delante de uno que por poco lo arrolla. Entonces se habló del peligro de las bicis de montaña mientras se oyó rugir una moto por la carretera. De la bici como de la moto al final te acabas cayendo, lo mejor es andar, decía el conejo sabio.
No sé si sería casualidad o no, toco madera por si acaso, pero el ciclista que por poco aplasta a nuestro gato yacía delante de nosotros sobre unas rocas caído en el suelo, con la bici tirada y una fuerte contusión en el pecho. Al parecer se había clavado el puño de la bicicleta en el tórax. Apenas podía respirar, le ayudamos a levantarse y lo animamos un poco. La herida estaba azul, parecía superficial pero podía tener alguna costilla rota y decidimos que debería ir a urgencias.
Alicia se acordó de su hermano y le cogió su bicicleta para acompañarlo junto a sus compañeros a la próxima parada del autobús del Muriano que queda un poco más abajo, junto al antiguo restaurante del Frenazo. Cuando la niña se despedía se fijó en el aspecto del ciclista herido, era un chico joven, alto, fuerte y bastante guapo, una pena. Al darle la mano le preguntó su nombre:
- Juanjo. Le dijo el muchacho.
- Que nombre más bonito. Le respondió ella. Y con un suspiro le deseó mucha suerte y se volvió en busca de sus amigos de nuevo a terminar su ruta.
Se juntaron todos y continuaron su viaje a ninguna parte entrando de nuevo a la Calzada Real Soriana, aquella enorme vereda que desemboca en el Santuario de Linares.
Los ciclistas están como los gatos y los sombrereros, se meten por cualquier lado. Aquella parada les hizo reflexionar mientras descansaban un poco. Pero al gato le seguía doliendo la pata y a cada punzada se volvía a quejar de la falta de cuestas. De pronto desaparecía por completo, como aparecía sólo su cola, o las orejas, o la boca, menos sonriente que al principio, aunque más charlatana. Seguro que le dolía mucho porque el gato desvariaba a menudo. Había cogido el paraguas del conejo blanco y con él se apoyaba mejor para andar. Pero nunca protestó por el dolor. Era un verdadero gato montés, duro como un lince o como un tigre de bengala.
Su amigo el sombrerero trataba de hacerle compañía y de abrirle las puertas que habían puesto al campo aquel día para facilitarle el camino. El sombrerero resultó ser un tipo loco estupendo, con un gran corazón y también un gran senderista, duro y resistente como un corredor de fondo. Y, como su compañero el gato de Cheshire, nunca se quejaba, y eso que le habían salido unas vejigas en los pies horrorosas. Siempre estaba de guasa y hablaba con una sonrisa en la boca. El sombrerero encontraba siempre la forma de alargar la conversación y ofrecía disparatados consejos que hacían reírse a todos.
Hasta el santuario son 5 kms. y medio, que recorrieron en una hora entre bromas. Al llegar allí entraron por una vereda a la derecha que llega hasta las casitas del nuevo Paraíso Arenal. El conejo y el gato tomaban alternativamente las riendas, porque Alicia no recordaba haber pasado por allí antes. Tal vez se fuera por allí a “ninguna parte” y por eso ella no la había encontrado nunca.
Pararon a reponer agua en un restaurante de la urbanización unos minutos para continuar por aquella gran explanada, por la que el gato de pronto soltaba un chiste como echaba a correr con su patita rota y todo como se ponía a bailar o a imitar al “Tío la vara”, feliz de estar ya llegando para echar un pinchito con su gatita. Le quitó el sombrero de copa a su amigo y con el bastón del conejo se puso a dar saltos. El conejo y hasta el propio sombrerero loco se tapaban los ojos avergonzados de aquel espectáculo que a la niña le parecía divertido, pues le daba un aire a Don Gato bailando claqué.
Finalmente llegaron al valle del arroyo Pedroches y a la estación de Aucorsa, donde nuestro gato, aún sobrado de fuerzas y a pesar de sus dolores, comenzó a subir y bajar por aquellas escaleras para sudar un poquito para que su gatita no creyese que se había ido de copas y le mandara a hacer la comida.
- ¡Vaya gato “resalao”!
Al final no le quedaría más remedio que acudir al psiquiatra, acompañado de su amigo el sombrerero, o al veterinario.
Pues aquí terminó nuestra ruta. Paramos los GPSs a los 30,5 kms. Y nos hicimos una foto todos juntos con la promesa de hacer una ruta con cuestas la próxima vez y, si era posible, que fuera a algún sitio. Nada más.
Les esperamos en la próxima.
¡Buen camino!

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Erase una vez cuatro amigos en el País de las MaravillasSin Alicia en las ruinasTodos con el gato esfumado ante la cuesta a punto de desaparecer detrásEl conejo nervioso en los VillaresLos dos amigos descansando en los VillaresAlicia, el sombrerero y el gato en lo más llanoEl descenso de Alicia en el llanoEl sombrerero loco flotandoEl gato ni baja ni subeEl sombrerero abriendo las puertas del campoLos animales descendiendo por la llanuraSin AliciaEl gato imitando al Tío la VaraEl sombrerero y el conejo avergonzados del gatoEl gato haciendo ejercicioEl sombrerero loco con su gato de CheshireAlicia con su conejo blancoLos cuatro al final
 
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