Leviatán

1992 de Paul Auster

Leviatán

«Todos los Estados reales son corruptos»  RALPH  WALDO  EMERSON

 

 

 

 

 

 

 

 

   Por el Antiguo Testamento sabemos que Dios en el Quinto día creó a todas las especies y a los monstruos marinos como Leviatán —con forma de serpiente gigante con varias cabezas o de dragón marino (GENESIS 1:21)—. Y más tarde se arrepintió y mató a la hembra de la pareja para que no pudiera reproducirse como los demás animales por el temor de que resultaran imparables para la Humanidad, y dio su carne a comer a los hombres honestos (ISAÍAS 27:1). Las interpretaciones religiosas no coinciden exactamente, pero por la doctrina cristiana sabemos que Leviatán sería la encarnación de Satanás, que en forma de serpiente también provocó la expulsión del Paraíso Terrenal de Adán y Eva. Por tanto la figura del Leviatán se asocia al pecado, al mal, al infierno y está condenada —digamos— al castigo divino. Esta es la clave principal que nos propone Paul Auster en esta compleja novela.    


 

  Leviatán comienza un día de 1990 con la noticia de la muerte de un hombre —cuya identidad se desconoce— al explotarle una bomba accidentalmente en una ciudad del estado americano de Wisconsin.

   Peter Aaron —cuyas iniciales coinciden con las de Paul Auster y es también escritor como él—, será el narrador y coprotagonista de esta novela, al leer la noticia en el periódico se dará cuenta inmediatamente de que el hombre sin identificar no puede ser otro que su amigo  Benjamin Sachs ­­—también escritor y articulista político—, según deduce por la última conversación que había sostenido con él meses atrás, en la que aludía obsesivamente al tema de las bombas y en la que le pedía enigmáticamente que algún día contase la historia de su vida. Por eso, desde el momento de la explosión, Peter se pondrá a escribir esa biografía (una necrológica de nuevo, como en su novela anterior El Palacio de la Luna), para aclarar algunos puntos oscuros antes de que la prensa tergiverse los hechos y manche su nombre con mentiras. Una biografía complicada que estará inevitablemente relacionada con la suya.

  Aparentemente la novela toma la forma de un relato policial, pues el asunto pasa al FBI, que investigará el suceso, entrevistando a Peter, al verse relacionado con el muerto por hallar su número de teléfono entre los papeles de la cartera de la víctima, milagrosamente salvada de la explosión.

  Pero este les miente a los dos agentes que lo visitan -les dice que no sabe nada-, pues necesita su tiempo para escribir esta historia, una historia que será escrita bajo el título de la novela que su amigo Ben dejó inconclusa, con el mismo sugestivo nombre que dará Paul Auster a esta obra: LEVIATÁN.

   Decir que esta reseña nace tras la lectura en breve espacio de tiempo de tres de sus mejores obras: El Libro de las Ilusiones, Leviatán y El Palacio de la Luna (por caprichos del azar, en orden inverso al que fueron escritas). Y tras la relectura completa e inmediata de Leviatán, acompañada de su correspondiente reflexión y notas manuscritas con la intención de desenredar el hilo de la trama y entresacar las claves de la misma.

  De las tres novelas, esta es la más compleja y comprometida, pero no necesariamente la mejor. En Leviatán se cuenta la vida de Benjamin Sachs y la de Peter Aaron, dos escritores cuyas vidas se entrecruzan. Peter, más conservador, se gana la vida de traductor y disfruta consagrándose a la escritura, mientras Sachs, mucho más comprometido política y socialmente, tras escribir un primer libro de éxito donde se criticaban los hitos históricos de la patria, abandona la literatura por su falta de realismo y se lanza a la acción directa. Peter —el narrador, pero no menos protagonista—, nos cuenta la vida de Ben como si su amigo hubiese nacido para ser un instrumento de alarma para las hipócritas conciencias del ciudadano estadounidense. Como si él hubiese sido el propio castigo de la Justicia divina.  

Algunas muestras:

  • Benjamin Sachs nace en 1945, el mismo día del bombardeo de Hiroshima.

  • Su padre era un judío del este de Europa, perseguido por los pogromos de los nihilistas rusos. Y su madre una irlandesa católica que emigró a América huyendo del hambre provocada por una tremenda plaga que atacó a la patata.  

  • Tuvo una educación laica -ni judía ni cristiana-, pero conocía la Biblia en profundidad.

  • Le interesaban los aspectos históricos y políticos, más que los espirituales.

  • Era un admirador de la forma de vida natural que propugnaba Thoreau  y un fanático de su obra “La desobediencia civil”. Hasta se había dejado barba en homenaje al personaje de Henry David de “Walden”.

  • Era desproporcionadamente alto y delgado, tenía unas orejas enormes y los dientes hacia fuera. Un bicho raro –una espingarda, decía él- que le gustaba llamar la atención con sus chistes, sus trastadas y sus ocurrencias, para que no se burlaran de su aspecto. Su apariencia física podía recordar incluso a los alargados y monstruosos animales marinos de los grabados antiguos del infierno.   

  • Era muy autocrítico. Ya hemos visto que no le importaba burlarse de sí mismo o de sus propios actos, aunque en realidad era una persona con una gran seguridad en sí mismo, alguien que tenía determinadas cosas muy claras.

      Gustaba de relacionar simbólicamente realidades del presente con hechos o personajes de la historia, a modo de extrañas metáforas. Pero podía ser asimismo el más encantador, abnegado y fiel de los amigos.

       Era pues, un revolucionario en ciernes con una visión apocalíptica y trascendente de la vida; un visionario, que sometido a determinadas circunstancias –un grave accidente, un asesinato; que lo sitúan al borde de la locura- estaría dispuesto a creer en que el fin justifica los medios. Y que la única manera de acallar su mala conciencia debería ser desempeñando una misión a favor de la humanidad que le redimiera de su pecado.

     

      El resto es una sucesión de situaciones curiosas, de sucesos extraños y de circunstancias improbables consecuencia de la casualidad –o tal vez de la causalidad- que es mejor mantener en secreto para que pueda irse sorprendiendo el propio lector y deleitando o, tal vez, juzgando su pertinencia.

      Para terminar, después de habernos centrado –en este caso- en el fondo de la obra, dándole la relevancia que creemos le dio su autor al contenido temático, indicar –como él mismo ha reconocido en alguna ocasión- que lo que sinceramente nos resulta de más valor, por encima de sus tesis personales, de sus complejas construcciones y de su llamativo universo personal, es el propio proceso, el hecho mismo de la escritura, el impecable estilo sencillo y envolvente que nos encontramos al abrir cualquiera de sus obras.    

     

     

     

     

    JJGC 26-02-2015



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PAUL AUSTER
 
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