Tito y sobrino a la entrada de Galicia
 

2ª etapa: Pereje-O Cebreiro-Hospital da Condesa (30 kms)

La etapa Reina

Romerillo coronando el Paso de Piedrafita

Nos despedimos de Alex, el atlético peregrino vasco, con una foto de los tres a las puertas del albergue de Pereje, él continuaría su jornada todavía más allá pues era aún demasiado temprano, el reloj marcaba apenas las once y cuarto de la mañana y nosotros ya estábamos en nuestro punto de destino, con 35 kms encima.
Nuestra sórdida aldeílla, pedanía del vecino pueblo de Trabadelo, son un puñado de casas a lo largo de una corta calle con su iglesia detrás. Un pueblecito recóndito de León que se encuentra el viajero, el peregrino, a un lado del camino, rodeado por una tupida vegetación y extensos prados. Pereje es el último pueblo que hallarán siguiendo el valle que atraviesa la carretera Nacional VI antes de llegar a Galicia, que nació para la hospitalidad de los peregrinos que se dirigían a O Cebreiro y quedaban retenidos en invierno por las nieves del paso de Piedrafita.

El albergue público, mayor de lo que aparentemente muestra su fachada, es de los mejores del Camino de Santiago, muy acogedor y agradable, pues al parecer gozó de un gran presupuesto de la Junta Vecinal. Está construido con materiales muy superiores a lo esperado en un centro de alojamiento de este tipo, pero conservando siempre ese típico estilo rústico: suelos de parquet en el interior o de gruesos tablones afuera, paredes de piedra, y ventanales, puertas y mobiliario en madera noble –incluidas sus mesitas de noche y sus placenteras camas individuales; nada de literas-.
Somos los primeros en llegar. Nos recibe un curioso hospitalero que nos enseña palmo a palmo el lugar. El recinto cuenta con unas instalaciones exteriores amplias y adecuadas aprovechando el entorno natural: un sitio para dejar las bicicletas, cuatro o cinco lavaderos con tendederos a los lados, un espacio ajardinado y dos grandes porches techados sobre suelo de madera, con bancos alrededor y dos buenas barbacoas de forja. Y unas instalaciones sanitarias no tan amplias ni adecuadas en su interior. Aunque sí un buen salón de lectura con su ordenador que nos permite conectarnos con el mundo exterior. Destacar el dormitorio, donde se alinean dos filas de siete u ocho camas, dispuestas como las de los enanitos de Blancanieves, unas enfrente de otras formando un solo pasillo. El resto de peregrinos alojables pueden gozar de mayor austeridad en la planta superior donde disponen de numerosos colchones esparcidos en el propio suelo de madera.

Como el hospitalero nos da a elegir la cama que deseemos escojo la del fondo, que está pegada a una de las ventanas y tiene un pequeño poyete además de una insólita mesilla para dejar con holgura la mochila y mis cuatro cosas. Y Don Alonso toma igualmente posesión de la cama de al lado colocando simplemente encima su saco de dormir, como es norma del Camino.
Una vez alojados en nuestros aposentos nuestro huésped continúa hablando con nosotros en la habitación, sin parar de referirnos historias de dudoso gusto. Cogemos los arreos para asearnos y cambiarnos de ropa y nos dirigimos a las duchas, que ya se nos había indicado dónde estaban. Pues allí que se plantó el individuo con sus brazos en jarra, hasta que tuvimos poco menos que darle con la puerta en las narices. Y es que, debió de malinterpretar nuestra natural afabilidad, y dejándose llevar por no sé qué tipo de infundios nos quiso poner de manifiesto su epiceno interés hacia la carne y el pescado. Y es que ya se sabe, estos ínfimos y apartados parajes pueden ser el lugar abonado para el vicio y la lujuria de mentes calenturientas. A mí este pegajoso personaje me recordó al lascivo y retrasado montañés de la película Deliverance, de John Boorman, la que interpretan Burt Reynolds y Jon Voight y suena el famoso Duelo de banjos, donde dos lugareños armados sodomizan a sendos novatos senderistas en un funesto día de excursión. Aunque en aquel día de Pereje no llegó la sangre al río, como en el film.
Después de asearnos y vestirnos de limpio salimos al jardín a lavar la ropa sucia. Alguna vez había lavado yo a mano algo pero nunca un equipo completo de un sucio senderista, aunque sólo fuera su escasa vestimenta de verano. Pues créanme que tiene su trabajo frotar y frotar concienzudamente si queremos dejar todo medianamente limpio. Finalmente colgamos nuestras ropas a secar en el balcón del dormitorio, suficientemente amplio para los dos. Una experiencia más que nos ofrece el Camino, en absoluto baladí, pues lavar cada día es la única forma de no llevar atestada de ropa nuestra mochila y, por tanto, contribuye en gran medida a hacer menos pesadas y penosas nuestras jornadas.
Seguidamente almorzamos frente al albergue una estupenda comida de la región –devorada con fruición- a un módico precio, como en todo nuestro viaje. Allí recuerdo encontrarnos con una dispar pareja de mediana edad que quiso desvelarnos que no eran precisamente marido y mujer como pensábamos. Al parecer se habían encontrado por el camino y llevaban juntos varias etapas. Ambos estaban casados formalmente con otras personas que no estaban con ellos ahora. Y, en el caso de la señora, ella hacía otra ruta distinta del Camino de Santiago, porque no quiso seguir a su marido por el Camino del Norte, para demostrarse a ella misma –y al otro, quiso aclarar- su capacidad y autosuficiencia. Ese era al menos el motivo oficial de su viaje por separado. Aclaro que fue la señora la que quiso poner de manifiesto nuestro error; tal vez la aclaración hecha por el señor hubiera resultado poco elegante.
A continuación nos marchamos a echar una siesta para terminar de reparar nuestro maltrecho organismo, antes de que la conversación deviniera por vericuetos inapropiados consecuencia de los embaucadores vapores del vino que generosamente trasegamos.
A las tres que entramos de nuevo al dormitorio seguía sin haber llegado nadie a alojarse a nuestro albergue, con lo que se auguraba el más plácido de los sueños. ¡Craso error! Pronto llegó el inevitable vecino que prudentemente trató de acomodarse con el menor ruido posible al vernos acostados, sin mucho éxito. Y unos minutos después le siguió un maleducado italiano que ni siquiera lo intentó, como anunciando a la comitiva que le acompañaba minutos después hasta poblar enteramente el dormitorio de inquilinos transalpinos cuyas voces y risas aún parecen resonar en mis delicados oídos, tan poco acostumbrados al bullicio por aquellos solitarios pagos. Supongo que todos habréis tratado de dormir alguna vez de esa guisa, mientras un incesante ruido martillea vuestros tímpanos y vuestros nervios, así es que ya saben cómo descansamos esa siesta.
Aún así hasta cerca de las siete no tuvimos fuerzas para abandonar el dormitorio y dar un paseíto por el poblacho. En media hora habíamos fotografiado todo lo fotografiable del albergue, del pueblito y de sus idílicos alrededores, habiendo encontrado cerrada su desvencijada iglesia de la Magdalena. Por lo que antes de las ocho estábamos cenando en nuestra taberna de enfrente su saludable y económico menú del peregrino, regado con los ricos y apreciados caldos de la tierra para mejorar si cabe nuestro sueño. A la salida del rústico restaurante pudimos contemplar al susodicho hospitalero tratando de hincarle el diente al pescadito fresco que le acababa de llegar a su posada. ¡Qué voracidad la del sujeto! y qué peligro la de aquel estupendo albergue, que como una tela de araña tendía sus redes para desdicha de cualquier incauto o incauta necesitado de cariño, como es común en este tipo de circunstancias.
A las nueve y media estábamos en la cama y poco después durmiendo como angelitos, pues estábamos más cansados que la noche anterior y encontramos también allí un ambiente más relajado y silencioso –aunque he de decir que a lo largo de mi peregrinaje me acompañó como mi propia sombra, o más bien como mi propia mochila, una clamorosa aria de colosales ronquidos que no fue tampoco un obstáculo insalvable en mi Camino, si acaso, una trampa más-.

El despertador sonó a las cinco en punto de la mañana del 16 de agosto. Y a las cinco y media estábamos grabando el primer vídeo del Camino a las puertas del albergue, puesto que la cámara no la encontramos el primer día, anunciando la etapa de hoy en nuestro DVD de Nuestro Camino de Santiago, como nos lo tiene indicado nuestra entrañable productora multimedia Pestiños Films. Comenzamos la etapa reina del Camino Francés, oficialmente Villafranca del Bierzo-O Cebreiro (28,5 kms), para nosotros: Pereje-O Cebreiro-Hospital da Condesa (30 kms).

Hacemos las dos primeras horas, casi, con linternas, nuestras queridas linternas de frente como ojos de Cíclope. Hace algo más que fresco; hace frío. Me calzo mis guantes y espero que la ligera camiseta de manga larga me baste dentro de poco. Nos encontramos muy bien de nuestras lesiones respectivas. Romerillo no se queja, aún, y yo estoy como nuevo tras el merecido descanso de la primera etapa. Ya veremos por las cumbres de Piedrafita.
Circulamos un largo trecho por el artificial andadero junto a la carretera que tomamos a la salida de Villafranca. A los cuatro kilómetros llegamos a Trabadelo, indicado por cuatro silenciosas luces. Varios callados albergues con cierta infraestructura nos indican que era aquí hasta donde debían llegar aquellos peregrinos que pasaban de largo por la calle de Pereje. Algunas luces en su interior nos muestran a los más madrugadores preparándose para la dura jornada. Pero fuera es noche cerrada y no se mueve un alma todavía.
Nuestro paso es enérgico y acompasado, el rocío se nos pega a la ropa y empezamos a exhalar vapores a nuestro paso, como ferrocarriles humanos atravesando la negra noche. Pasamos por las localidades de La Portela (8,5 kms) y Ambasmestas, aún completamente dormidas.
Hasta ahora sólo habíamos topado con un par de fantasmales peregrinos dormitando bajo sus linternas, a los que despertamos con nuestro saludo: ¡Buen Camino! Pero ahora nos sorprende delante una visión espectral que nos inquieta. A unos metros delante intuimos apenas un oscuro bulto deslizándose raudo, sin linterna ni nada, en medio de las tinieblas. Tenemos que perseguirlo durante algunos minutos hasta conseguir ponernos a su altura para desvelar su esquinado rostro encapuchado y desearle, reticentemente, buen Camino. Más tarde volveríamos a encontrar a aquel personaje adelante muchas veces y entablaríamos con él una fugitiva pero inolvidable amistad: es Clemen (de Clemenciano), un veterano peregrino venido de Vitoria que nos enseñaría alguna de las trampas del Camino.
Por fin, a los once kilómetros y medio, a las siete y cuarto de la mañana, amaneciendo, paramos a desayunar a la entrada de Vega de Valcarce, en una espléndida panadería, a la que Romerillo quiso entrar para comprar al menos un pan abogao, según dijo al ver el letrero, tal era el hambre que arrastrábamos.
La panadería estaba desierta, somos los primeros. El calor y luminosidad del interior contrastaba con nuestra fría y neblinosa madrugada. Nos recibe su hermosa panadera con una somera camisita sobre su acalorado cuerpo y una bonita sonrisa en sus afables labios. Enseguida despertó en nosotros algo más que la consabida gratitud hospitalaria, pues antes de abrir la boca siquiera ya parecía prometer manjares sin cuento. Cuando la abrió fue para preguntarnos qué es lo que deseábamos. Yo sabía muy bien lo que deseaba, aunque al final me conformé con un gran tazón de café con leche para acompañar dos grandes tostada con aceite, seguido de un gran dulce de la tierra. Entre tanto nuestro hambriento compañero se debatía frente a la generosa mujer y el escaparate de los pasteles, decidió acompañar su leche manchada por fin con los dos dulces mayores que había, uno de bizcocho y otro de pera. Todo a pares, cómo no.
Mientras reponíamos fuerzas sentados a la mesa sin perder de vista las idas y venidas de la zagala, fueron llegando joviales peregrinos al interior de la tahona, que le hicieron igualmente merecidas fiestas a aquellas deliciosas confituras. Entre ellos recuerdo especialmente al joven Eloy, un simpático y despierto muchacho que nos volveríamos a encontrar, y que llevaba un diario de todo lo que le iba ocurriendo en el Camino, sellándolo al paso por cada lugar emblemático a modo de Credencial; idea que imité inmediatamente para mi propio diario, por lo que a partir de este lugar aparecerán ya con el sello jacobeo todas las páginas de éste.
Recuperadas las fuerzas, de día ya, dejamos atrás con nostalgia a la encantadora aldeana en su merendero, a la que abría puesto allí sin duda el gran Santiago para deleite de los sentidos del peregrino. Y abandonamos allí también la absurda idea de llevarnos el pan en el morral.
Nos disponemos ahora a enfrentar lo más duro de la etapa Reina y tal vez de todo el Camino Francés. Hasta ahora sólo hemos subido alguna pequeña cuesta, pero a partir de ahora, poco a poco, se va empinando nuestra senda, para alcanzar las míticas poblaciones de esta ruta: Ruitelán, Las Herrerías, La Faba...
Estamos en mitad de nuestra jornada y sólo pensamos en la subida a O Cebreiro. Romerillo el año anterior dejó aquí una deuda pendiente que veníamos a saldar. Al parecer no calculó bien sus fuerzas y empezó la subida al puerto de Piedrafita más deprisa de lo que su estado de forma le permitía, por lo que hubo de hacer varias paradas hasta llegar a la cumbre. Por ello habíamos estado todo el año haciendo una preparación específica trepando montañas como las cabras, por lo que llegábamos en un buen estado de forma para no temerle a aquel largo y mítico ascenso de ocho kilómetros por terreno a menudo muy escarpado, siempre que nuestras recientes lesiones no dieran la cara.
Hemos decidido que vaya yo delante, pero aún es pronto, primero marchamos juntos con paso firme y sostenido, “ma non troppo”. Nuestro objetivo es claro: no parar hasta llegar a O Cebreiro. Ninguna parada. Y para ello no podemos cebarnos en las primeras estribaciones.
Llevamos un largo trecho andando por el arcén de la carretera. En Ruitelán sellamos las credenciales y estampamos el primer sello en el diario y, tras detenernos en un pastoril “locus amoenus” en las Herrerías, bajo un minúsculo puente romano donde hacemos una foto, salimos al barrio de Hospital (15,5 kms); la base del puerto. Allí súbitamente se estrecha la carretera y se levanta de golpe en una enorme subida por el asfalto, una cuesta que no abandonaremos hasta llegar a La Faba. Dicen que lo más duro del paso de Piedrafita. Para nosotros, que llegamos descansados y con la energía desbordante del desayuno aquellos escasos tres kilómetros iniciales, anhelados largo tiempo, fueron coser y cantar. Después de una adecuada preparación de meses los secretos del senderista son simples: pasito corto, bajar el ritmo y acompasar la respiración.
En el kilómetro 18 se bifurcan los senderos: el caminante penetra a la izquierda por un estrecho pasillo terrizo muy umbrío, entre hojas de robles y castaños, mientras los ciclistas continúan de frente por la carretera asfaltada. Aunque los más osados y tozudos pudimos comprobar pronto como penetraban por nuestra tortuosa senda menospreciando las indulgencias de su propia ruta. Pasado el núcleo rural de la Faba salimos a un paisaje de prados y bosques abiertos, con profundas y extensas panorámicas a nuestro lado izquierdo, mientras circulábamos por un angosto pasillo flanqueados por rotundos matorrales, entre continuos escalones de piedras desiguales.
Aquellos duros tramos iniciales de ascenso por esa misteriosa y reconocida senda entre los robledales me recordaron nuestras Mágicas Veredas Cordobesas. Aquello quería parecerse a nuestra Cuesta de la Traición, pero no lo conseguía. El camino serpenteaba hacia arriba por un largo túnel natural plagado de piedras sobre irregulares plataformas, pero ni las piedras eran tan grandes como las nuestras ni tan difíciles de salvar sus plataformas.
Tras más de media subida, aunque la visión de las hondas gargantas pueda dar la sensación de una temible pendiente, la cuesta se suaviza durante un tramo y nos permite coger aliento para contemplar los parajes que nos rodean. Un paisaje de otro mundo que persistía en esconderse como temeroso de mostrar toda su hermosura entre discontinuos bancos de niebla.
Romerillo quiso parar allí a inmortalizar el momento, pero yo, que tenía entre ceja y ceja el férreo desafío de no hacerlo, impedí la instantánea de aquel lugar idílico, para que aquel difuso paraje, quedase apenas sutilmente estampado en la memoria.
Llegamos a Laguna de Castilla (20,5 kms), el último núcleo rural de la provincia de León, rebosantes de vapores, jadeantes, pero bastante enteros a pesar del fuerte ritmo con el que habíamos ascendido aquel mítico puerto de montaña. Una voluptuosa fuente en medio de las oscuras casitas concentraba a un buen puñado de necesitados peregrinos. A los que no envidiamos por detenerse sino más bien compadecimos, imbuidos de esa vana interpretación deportiva del Camino de Santiago, que altiva e inocentemente consideraba a la nuestra como una naturaleza superior.
Llegados a este punto confiábamos en tener nuestra misión al alcance de la mano. Romerillo me seguía muy de cerca siempre haciendo atinados comentarios sobre el terreno, comparando la penosa ascensión del año anterior con la nuestra.
Todas las fotos que se hicieron subiendo por el Paso de Piedrafita se hicieron en movimiento o en breves instantes, excepto, tal vez, la que tomamos en el mismo hito que señala los límites de Galicia, a 152 kms de Santiago de Compostela, porque tuvimos que esperar nuestro turno unos segundos.
A tres kilómetros de la cima un par de ancianas lugareñas sentadas a su puerta nos verían pasar como una centella. Una de ellas, la más vieja, con su gracioso acento gallego, quiso animarnos diciéndonos que a esa velocidad estaríamos en O Cebreiro en un “momentiño”.
El tramo final se realiza por una especie de callejón, con una pared de piedras alineadas por la derecha y un largo desfiladero a la izquierda, por cuyo lado contemplamos un espléndido valle que se pierde en la lejanía. Por allí rebasamos a numerosos caminantes que se detenían asombrados ante aquellas fantásticas vistas. Cuando quisimos darnos cuenta, a la vuelta de la montaña advertimos que el rústico andadero desembocaba en las primeras casas de O Cebreiro, a donde llegamos a los 23,5 kms de nuestra salida de Pereje.
¡Prueba superada! Conseguimos llegar sin pararnos ni un momento a descansar y nos encontrábamos pletóricos de salud y de ánimos.
A la entrada de O Cebreiro hicimos una breve parada en la famosa iglesia prerrománica de Santa María la Real, donde se custodia en una hornacina el célebre Santo Grial, un cáliz de bronce del siglo XII, en cuyo interior habría tenido lugar el milagro de la Eucaristía, por lo que pasa por ser uno de los más reconocidos de la cristiandad. Allí sellamos las credenciales y ofrecimos junto a algún otro devoto peregrino, nuestras más solemnes oraciones a la imagen de la virgen. Yo trataría de aprovechar aquella presencia divina para dirigir las mías a la recuperación de la delicada salud de mi hermano, con el que a al final de la jornada podría comentar como cada día las peripecias de nuestra etapa.
A la salida tratamos de plasmar la belleza del entorno, rodeado de casitas de piedra y de las típicas pallozas, construcciones castrenses de origen celta con planta circular y techos puntiagudos cubiertos por materiales vegetales como el centeno. Dimos un pequeño paseo por las calles de aquel pueblo, uno de los más famosos del Camino, pasando por el gran albergue público donde el año anterior se alojara Don Alonso antes de convertirse en Romerillo.
Después de unos minutos parados sacando fotos empezó a calarnos el gélido aire de la alta montaña sobre nuestra ropa mojada, por lo que decidimos cambiarnos de camiseta y seguir adelante, porque nos separaba aún más de una hora para nuestro destino en Hospital da Condesa. Ese tramo final se nos hizo interminable, a pesar de estar ya prevenidos de que ni geográfica ni psicológicamente la etapa acabara en O Cebreiro.
De aquel tramo final sólo recuerdo que me sorprendió seguir ascendiendo a nuestra salida del pueblo. Y también un monumento al peregrino que avanza contra el viento en el alto de San Roque, una estatua de bronce singular encima de la colina, donde es obligado hacerse la consabida foto.
Sin embargo inexorablemente al llegar al punto más elevado del Camino en Galicia comenzamos a descender, para recordarnos que las pendientes son lo más duro para la anatomía del senderista, sobre todo al final de la jornada, cuando las articulaciones y las plantas de los pies acentúan su debate con el cerebro exigiendo clemencia.
Finalmente justo antes de que nuestra maravillosa etapa reina se volviese insoportable aparecían al otro lado de la montaña las primeras fincas rurales con sus vaquitas marrones cruzando la calzada y, allá al fondo, Hospital da Condesa, nuestro hospital, nuestro albergue, nuestro anhelado destino.

Continuará

Documentos adjuntos a esta publicación
Fachada trasera del albergue de PerejeEl tito sentado después de ducharse en la puerta de una casa de PerejeRomerillo en las escaleras de una casa de PerejeEl tito ante una preciosa casa de PerejeRomerillo por las instalaciones del albergue de PerejeEl tito a la salida de Pereje amaneciendoRomerillo con la montaña detrásEl tito por las HerreríasRomerillo en el puente romano de las HerreríasEl tito enfrentado a su misiónRomerillo ante el paso de los torosRomerillo en las HerreríasEl tito sentado en un ante el emblemático cruceiro El tito sentado en una pequeña palloza celtaRomerillo en la palloza de O CebreiroEl tito entre frondosos helechosLos dos en el monumento al peregrinoEl tito por fin en Hospital da Condesa
 
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