Cuando llegamos al albergue de Ventas de Narón, llamado la Casa Molar, a las dos y media, enseguida pedimos que nos condujeran a nuestras habitaciones para tomar posesión de nuestra anhelada cama, epicentro de nuestra estancia en este recinto.
El lugar era una casa rural de sillares irregulares de piedra en el exterior del edificio y en los muros principales del interior del restaurante y de las habitaciones, con gruesas maderas oscuras en los techos y con literas también de madera. Parecido al albergue de Pereje, pero notablemente inferior en calidad, especialmente en las camas, que recuerdo tener que escalar con mucho esfuerzo y traqueteo, para dejar al pobre Romerillo, resentido de sus partes débiles, la cama de abajo.
Por una vez, dadas las altas horas de nuestra llegada, después de ducharnos y cambiarnos de ropa, nos dirigimos al restaurante a almorzar, dejando la colada para después de la siesta. Aunque la abundante comida no entraba con las mismas ganas que habitualmente, ya que aún teníamos muy reciente el grandioso bocadillo de tortilla de patatas de la última parada.
Tras la más merecida siesta de nuestro Camino nos dispusimos a lavar la ropa en el amplio patio sembrado de mesas, sillas, sombrillas y tendederos, aún con el agradable sol gallego recargando las baterías de los peregrinos y secando sus prendas de vestir.
En el porche del edificio encontramos sentados a nuestros duros competidores de la mañana, a los que ya habíamos creído ver a lo lejos en el almuerzo.