Ruta Infernal (2)

El camino de vuelta. Un verdadero descenso a los infiernos.

El infierno del Dante
En el primer tramo no hubo nada reseñable. Me atreví a subir por el centro de la rampa en vertical los primeros metros, sin dejarme apabullar por la proximidad de mis perseguidores, consciente de que la ansiedad es también un factor de riesgo. Poco a poco fui buscando mi natural querencia hacia el lado izquierdo, como estaba demostrado que era más llevadero, dentro de lo que cabe. Me encontraba tan bien que no dudé ni un solo instante en que sería imposible —dada la distancia que nos separaba— que llegaran a sobrepasarme, y los desprecié como al principio con el látigo de la indiferencia, sin dedicarles una sola mirada que les sirviera de acicate. Aquella última escalada tiene una sola curva, que es donde se inicia el segundo tramo, por dividirla de alguna manera digerible. Allí sentí yo por primera vez esa jornada las elevadas temperaturas que me esperaban, cuando eran aún las nueve y media de la mañana, y podría jurar que ya sobrepasábamos los treinta grados. A esa altura, con lo más duro por llegar, pensé en lo que sería ascender Torreárboles dentro de dos horas aproximadamente, y puse en duda por segunda vez el itinerario que llevaba programado.
Seguí ascendiendo, pero ahora como si hubiese cargado allí con una pesada losa de las que se hallaban por los suelos. Pensé en el primer día que ascendí por allí, en aquellos interminables zigzag, que solo podían ser soportados creyendo haberlos inventado. No estaba mucho mejor que entonces. Solo la experiencia me decía que —si no sufría un colapso y me quedaba allí tieso como una momia— dentro de diez, quince minutos o media hora llegaría arriba y, aunque después quedase la otra mitad de la ruta con un calor sofocante, ya no sería como esto, por muy tocado que quedase. Y así fue, no porque yo fuese profeta ni adivino, sino porque a veces es preciso infundirse ánimos de alguna manera para engañarnos a nosotros mismos y superar las dificultades. Aun así se hizo muy largo. Por dos o tres veces sentí que me caía para atrás, y no es que me quedara parado a descansar, solo traté de estabilizarme, como un funambulista que rectificase su posición y se detuviese cuando le sobreviene una fuerte racha de viento.
Finalmente me decidí a mirar hacia abajo. Ni rastro de mis perseguidores. Mi doctor Jeckyl, vengativo, le recordó a mi míster Hide: «Si ya te lo decía yo. Si era imposible». Y este le respondió, sibilino, en mi silencioso diálogo interior: «Pero faltan todavía por lo menos cincuenta metros, y a ese paso con las fuerzas que te quedan…, no sé yo». Los cincuenta metros que quedaban se convirtieron en quinientos en mis piernas. Al llegar arriba, donde se alza una inmensa torreta metálica de alambrado eléctrico, me hubiese tirado en ese momento al suelo con los brazos abiertos, como hemos visto algunas veces hacer a los más exhaustos atletas de la Marathon. Pero no me lo pude permitir. Además de por el peligro de quedarme allí tirado, reseco, como un sapo en medio de la tierra, debían de estar a punto de llegar los otros dos alpinistas. Pasé de largo sin mirar siquiera hacia abajo por el profundo precipicio. No iban a encontrarme así, vencido y digno de conmiseración. Ni mi ruta ni la de ellos acabarían allí, así que, sin parar ni un instante, continué con mi camino, resoplando como un búfalo, y en la mente con un único pensamiento: no seguir subiendo.
Hasta llegar a la vereda de los Villares, paralela a la carretera del Parque periurbano, no paramos de ascender, pero a otro nivel, son dos o tres cuestecitas con sus piadosos rellanos sombreados bajo los altos pinos. Y lo mejor, al llegar al fondo, antes de toparnos con el asfalto, me pude despedir de la dura gesta de subir al pico de Torreárboles, para llegar a la localidad de Cerro Muriano, girando a la izquierda por el camino contrario, sin ningún remordimiento, de vuelta para Córdoba.
En ese momento me encontraba, según los planes, en la mitad del camino. Llevaba diez kilómetros de ruta. No sé si eso es poco o es mucho. No es demasiado. Puede ser poco incluso para un recorrido normal, pero era bastante para llevar subiendo tanto rato por aquellas torronteras, jamás diseñadas por los hombres o por la misma naturaleza, para ser recorridas andando —y menos corriendo— a marchas forzadas. El camino de la derecha me hubiese asegurado veinte kilómetros escasos, según tenía medido, lo que supondría alargar dos horas y media aproximadamente la jornada, para llegar con tiempo de tomar el autobús de la una menos cuarto en el Muriano. Pero obligatoriamente habría que ascender al terrible pico de Torreárboles, en pleno mediodía, con toda la calor. Mientras que volverme hacia Córdoba en teoría me aseguraba todo el camino cuesta abajo, que no es que fuese para las piernas un regalo, pero no era como subir, y era psicológicamente mucho más llevadero. El precio era la incertidumbre del camino de vuelta. ¿Qué hacer? ¿Imitar a los corredores ninjas de mi amigo bajando por otro cortafuegos paralelo a este unos metros más abajo, con el peligro de resbalarme y quedar, tal vez, lesionado, en medio del camino, solo, sin poder recurrir a nadie en mi auxilio? ¿O seguir prudentemente varios kilómetros más adelante para bajar por un sendero abrupto, pero más humano, que desciende como en una escalera de caracol sembrada de piedras? No me quedaba más remedio. Tenía que optar por esta segunda opción aunque ello me supusiera prolongar en varios kilómetros la ruta y, por tanto, afrontar las calores como un alumno suspendido en junio tiene que estudiar durante los meses veraniegos.
Pero dejémonos de hipótesis. Yo estaba como loco en esos momentos por sentarme a la sombra lo antes posible, y aprovechar para cambiarme la felpa, la camiseta y quitarme los guantes. ¡Es de risa! La ruta más calurosa del año y yo con guantes. Debía haber una fuente por allí, muy cerca, en un reducto sombreado bajo unos árboles, con un banco perfecto de piedra. Pero no sabía si hacia un lado o hacia el otro, y no estaba dispuesto a dar un solo paso en balde hacia atrás. Si tenía suerte que estuviese en mi camino, bien. Si no, ¡al carajo! Pero no, no hubo suerte, no sería por allí. Al llegar al camino junto a la carretera dejamos también atrás un tramo sombreado de altos pinos, y empiezan a escasear las sombras. Pero pronto encontré otro banco de piedra, igualmente a la sombra, aunque sin fuente a su lado. Era el banco del puentecito de madera, uno de esos tan rústicos como apropiados de los parques forestales, uno donde en más de una ocasión ya había hecho descansar mis posaderas. Allí paré pues, me quité la mochila, pero no me senté —mentiría—: me tendí, me acosté. Y casi me dieron ganas de llorar. Hacía tiempo que no me encontraba tan cansado. Y pensé (recuerden que no llevaba auriculares): «Tengo el COVID. Estoy infectado.»
Eso tenía que ser, no quedaba más remedio. No podía dar un paso más. Pero, aunque a menudo el cuerpo exprese pronto sus debilidades, nos sorprendería conocer nuestros límites. Con la premura de no demorarme demasiado, tras poco más de un minuto de muerte súbita, resucité con la apremiante consigna de quitarme los guantes, la felpa y la camiseta amarilla, que estaban chorreando, quedándome así bajo la sombra, refrescándome con la ligera brisa de las alturas. Como un vulgar turista neerlandés por los alrededores de la Judería en pleno verano. ¡Qué placer! Bebí agua de mi bolsa por el tubito azul que colgaba de la mochila, que ya no estaba tan fresca como antes, di buena cuenta de mis dos piececitas de fruta que me había preparado al levantarme, y me volví a cubrir el torso con otra camiseta acrílica, una bonita camiseta con cremallera en el cuello, más discreta que la anterior, en dos tonos de grises separados por un ribete rojo, la más suave y menos pegajosa de las veinte que tendré para hacer senderismo, y tal vez la más antigua y descolorida. Pero la conservo porque me da pena jubilarla. Estiro un poco apoyándome en el banco, me coloco la otra felpa, una que usaba para esquiar más discreta —sin letrero publicitario—, meto la ropa dentro de una bolsa en la mochila, me la cargo a hombros, le engancho la funda del inútil Smartphone con el aparato dentro, agarro el bastón y me pongo de nuevo en marcha, bastante repuesto.
Cruzo el hermoso puentecito y comienzo a recorrer aquel conocido sendero, que no es otro sino el famoso GR-48, el camino más importante de nuestra provincia, por donde pasa el Camino Mozárabe, que es el trozo de tarta regional que nos ha correspondido del Camino de Santiago. Y en cuanto parto por allí me sobreviene un gran suspiro de alivio al darme cuenta que ya no tengo que sufrir subiendo al pico más alto de la sierra, como tenía planeado. Estaba en el punto más apartado de mi ruta. Se puede decir que estaba bastante lejos de mi vehículo, prácticamente a las puertas del Club de Golf, a donde hace diez años me hubiese parecido impensable llegar sin él. Pero no me tengan lástima, yo soy un caminante bastante experimentado. Cuántas veces me habría arrastrado hasta allí detrás de Sendérix o de Romerillo, después de llevar una buena paliza a mis espaldas. ¿Acaso no recuerdo el día, hará ya tres años que le dio a mi querido sobrino por batir el récor de ascensos subiendo por los cuatro cortafuegos de los alrededores, uno detrás del otro? Y sin anestesia ni botellas de oxígeno. A pulmón, sin aviso previo ni preparación psicológica ni nada. Que por poco no tenemos que jubilar al Maestro anticipadamente en lo alto de una de aquellas descomunales cumbres de la cordillera (le hubiéramos ahorrado los disgustos de tres cursos con los padres y la maldita Pandemia, porque los niños nunca fueron para él ningún problema). ¡Pues entonces! Para qué me iba a quejar. Hoy sería como dar un paseíto cuesta abajo en solitario, si acaso un poco más caluroso que otros días, nada más, y sin audiolibros. Entonces pensé en dejarme acompañar por la música, aunque fuera en voz alta. Como esos niñatos de mi barrio que pasan con sus coches con las ventanillas bajadas y el reproductor a todo trapo. ¡Qué le iba a hacer si no tenía auriculares! Total, si por allí no pasaba nadie. Cuatro ciclistas. ¡Qué más daba!
Y eso hice. Pensé en lo más adecuado. Algo que me subiera el ánimo. Mi repertorio no es tan amplio porque yo me quedé anclado en los noventa. Aún no he pasado de siglo musicalmente hablando. En el móvil llevo poco más de treinta carpetas con la música que he ido recopilando con el paso de los años: música francesa, italiana, española de los años setenta y ochenta, algunas arias de ópera y un poco de música clásica que apenas escucho, canción protesta variada (incluso en francés), rock andaluz y rock clásico de toda la vida, dos o tres canciones inevitables de Elvis Presley, algo más de los Beatles, América, Crosby, Stills, Nash & Young, Cat Stevens, Dire Straits, algo de Queen y de Police, duetos extraños cuyos nombres prefiero reservarme, un disco de Carlos Cano en directo, el Jesucristo Superstar de Camilo Sesto, una selección reciente de Sabina recomendada por Pancho Varona, otra que hizo el Canijo, con baladas de mujeres, el Country de mi sobrino, una recopilación de bandas sonoras para jugar a las adivinanzas cuando vamos de viaje, el Ahora de Asfalto (del 79 nada menos), varios discos de Pink Floyd, dos de Supertramp (el Crisis, what Crisis y el del piano) y dos o tres discos Mix con lo más escuchado de los últimos cuarenta o cincuenta años que ido reuniendo para determinados momentos. Me incliné por poner mis temas preferidos de Triana, de Mezquita y Medina Azahara, intercalados con alguna de las más conocidas canciones de la Lole y el Manué, que es de lo que mejor suena por la mañana. Esas quejumbrosas voces entre los familiares acordes de guitarra. Me daban ganas de cantar a grito pelado aquellas desgarradas canciones de otra época, y de llegar al coche y pasearme por los suburbios con el aparato a toda voz y las ventanillas abiertas. Pero no era tan atrevido para eso, además se malgastaría el aire acondicionado (¡je, je!). Aunque en momentos como aquel podía comprender de qué profundas carencias, de qué rebeldía salían aquellas ideas tan peregrinas.
Pero ya hemos descansado bastante, pongámonos en marcha que aprieta el Lorenzo. ¡Puf!, estoy ya desvariando, debe ser por la calor. Me salen por las orejas mis orígenes humildes. Será todo por lo mismo; la falta de los dichosos auriculares. Trataré de contenerme que aún queda un rato de caminata y el fluir de mi conciencia se me derrama, a pesar de la música. Claro, la música es diferente a la lectura. Escuchar la narración de un libro te circunscribe al contenido del mismo, pero escuchar música es justo al contrario; libera la mente y fluyen los pensamientos sin ningún corsé, por eso ahora me resultaba más difícil concentrarme, si bien recuerdo que no siempre fue así, pues en tiempos ya pretéritos gustaba de estudiar con la música puesta. ¡Me imagino lo mucho que estudiaría, claro! (Espero que no lea este relato ninguno de mis hijos; no me gustaría ser un mal ejemplo para ellos).
Tan distraído iba andando con mi musiquilla que pasé por el cruce de los dos cortafuegos cercanos sin darme cuenta. El cruce donde acaba el Gran Khan queda al principio de la pista de aterrizaje y el Ankle, donde termina. Por este último, el más pequeño y accesible, había bajado en un par de ocasiones, incluso solo, pero esta vez no tenía ánimos para despeñarme por aquel lugar tan peligroso. Dejé atrás la pista de aterrizaje (posiblemente la menos usada del mundo, desde que desmontaran el valioso Parque de Bomberos Forestales), y seguí adelante con una sonrisa, mientras Medina Azahara, en su tema Diálogo repetía una y otra vez en voz alta:
—«Pregunté a la Luna, si era el amor, lo que brilla en tu sonrisa
con tanta ilusión. Y llorando me confesaba que quería ser para mí.
Y la Luna me contestaba: Para amar hay que sufrir…»

Pasé por el borde de una estrecha senda que también baja a Santo Domingo: la Matasuegras. Así la llamamos nosotros por su versatilidad desde hace más de ocho años que la descubrimos, dedicándole un surrealista relato a la atención de todas las suegras del mundo, haciendo especial referencia a la mía. Una senda que mi sobrino habría conocido semanas atrás en una de sus abundantes rutas penitenciales, y quería ahora hacérmela subir con él prometiéndome que no era tan dura, y que sería capaz de subirla hasta su propia madre política. Por ahí empezó todo, terminando con un breve epitafio que acabo de copiar de la web denominado Paseíto Matasuegras, cuyas palabras eran estas: «Señor, recíbela con la misma alegría con la que yo te la envío».
Dicha senda viene a salir por arriba donde yo me encontraba, justo en el cruce del Parque de los Villares con la carretera que va al Lagar de la Cruz, tradicional enclave de nuestra sierra. Seguí mi recorrido hacia abajo por una vereda que marcha durante unos metros paralela con la carretera del Catorce por Ciento, camino de la ciudad, y que luego se despega y, tras una breve pero empinada pendiente, se convierte en un sinuoso sendero excavado en la falda de la montaña, con el suelo plagado de piedras, el lugar exacto por donde había decidido bajar desde que cambié mi plan y salí por el otro lado del Gaseoducto.
Sería mi particular infierno. Y fue entonces cuando me volví a acordar de Virgilio. Pero ahora me parecía irreal. No sé si alguien me dijo que había muerto. No recuerdo bien, estaré confundido con otra persona. Por Plutarco, mi viejo amigo catedrático, supe que se metió en el ejército o en la policía. En la policía debía ser más bien, porque no hace mucho leí una noticia en Internet que hablaba de su ascenso a comisario de la Jefatura de Policía de una ciudad importante del norte. Y no me extrañé nada al saberlo. A ellos dos los unía una manifiesta pasión por la Historia, por los uniformes y por las batallitas. Los dos siempre tuvieron —aparentemente al menos— las cosas muy claras y actuaban con el rigor correspondiente. Al final es la única forma de triunfar en la vida: saber las cosas que te gustan y que quieres hacer desde el principio, dejar de lado sin pesar todo a lo que estás dispuesto a renunciar, y fuerza de voluntad para llevarlo a cabo. Lo de creer que a partir de los cincuenta se puede empezar todavía con otro proyecto de vida es engañarse a uno mismo, o conformarse con poco, pero eso es lo que nos queda a algunos para acallar nuestra conciencia.
Entonces pensé en que a lo mejor, si mi amigo estaba de vacaciones por aquí sería posible llamarlo y, además de recordar viejos tiempos y ponernos al día sobre estos años, podría preguntarle si querría compartir conmigo alguna de sus aventuras más interesantes o algunos secretillos de la profesión que me animasen a seguir con mi novela. Aunque creo que en lo que él es un experto es en el Derecho Laboral —de lo que tiene algo publicado—, y no creo que le interesen a mis lectores las cotizaciones de sus nóminas o el convenio colectivo de los policías españoles, sino, en todo caso, si tuvo que sonsacar a algún superior alguna vez, si descubrió a un topo entre sus compañeros o tuvo que asesinar por alguna razón a algún sindicalista o político en el ejercicio de sus funciones.
Seguí bajando a trompicones por mi largo y tortuoso sendero, que se retorcía como los demonios en llamas, sin apartar los ojos del suelo ni un instante, no como le ocurriría al Dante si fuera él y no yo quien bajara por aquí junto al sabio autor de la Eneida, pues en estos momentos debería de estar expiando el flaco y amarillento pecado de la Envidia, por haberse alegrado de ver a otros caer, recibiendo la terrible penitencia de cerrarle los ojos y coserlos.
De igual manera continué yo siendo atormentado por las tortuosas piedras de ese cauce eternamente seco, como si recorriese los túneles del mismísimo Infierno, castigado por no sé cuántos pecados capitales que habría yo cometido a lo largo de mis días.
Desde casi cualquier punto de ese sendero que se desatornilla hacia abajo, es visible el santuario, y las vistas con Córdoba en la lejanía hay que reconocer que son espléndidas; pero para apreciarlo es conveniente detenerse para no tropezar. No es como creen los detractores del senderismo deportivo, eso de ir marchando por los caminos con la cabeza alzada, respirando profundamente los aromas embriagadores del campo mientras se queda uno extasiado mirando los paisajes. Eso son chorradas. Yo esa imagen idílica del senderismo me la borré de inmediato el primer día que salí con mi sobrino. Y el que quiera que pruebe a salir con nosotros un día de estos. No les voy a aburrir con más anécdotas. Seamos claros: yo por allí iba reventado. Me estaba torciendo los tobillos cada dos por tres, las uñas de los pies las debía llevar moradas o negras de presionar en la punta de las zapatillas por la bajada, las piernas me dolían desde que salí del Gaseoducto y empezaba a hacer un calor infernal. Miré un segundo hacia abajo para comprobar la distancia que me separaba aún del viejo enclave religioso, comprobando que seguía allí, casi al alcance de la mano, y continué mirando para abajo, puesto que mi prioridad era no pisar una piedra suelta para no caerme y quedarme allí tirado como un esqueleto humano en el desierto del Kalahari.
Al final del Sacacorchos, que es el nombre que le dimos hace años a aquel sendero retorcido, antes de conocer siquiera los tres cortafuegos próximos que conectan con los Villares, nos adentramos a un espeso pinar, agradeciendo su sombra protectora y la amplia pista que se abre ahora hasta llegar a la ermita. Desembocamos muy cerca de donde acaba la vereda Matasuegras, en las proximidades de un arroyo, por cuyo lado pasaremos. Hasta llegar a Santo Domingo debemos traspasar dos altas vallas metálicas, una por la derecha y otra por la izquierda, con algunas dificultades (mucho peor para los que van en bicicleta). Y siguiendo por allí en pocos minutos estaremos en la base de una empinada carretera asfaltada de doscientos metros que asciende hasta el recinto de la ermita. Pero no es preciso subirla. Me niego. Por ese cruce continúo adelante por la pista de tierra, y en la bifurcación tomo el ramal de la derecha, que nos llevará pasados unos kilómetros de ardua marcha, hasta el Puente de Hierro y, dos kilómetros más allá, hasta las mismas puertas de las cocheras de los autobuses municipales. Pero dicho así parece poca cosa: menos de siete kilómetros. Lo malo es hacerlo andando ese domingo de ardiente calvario, después de subir a la Meseta Blanca y al Gaseoducto a fuerte ritmo. Y sin auriculares.
Por las proximidades de Santo Domingo llegué sobre las once. Acababa de dejar atrás un verdadero infierno, para entrar ahora en algo más liviano, en una especie de Purgatorio, por continuar la analogía con la Divina Comedia. No es que llegase allí muy animado que digamos, pero ahora me había relajado al fin, y seguía escuchando mi musiquita. Sonaba Luminosa Mañana, un tema evocador de Triana, que al son de las palmas y de la guitarra, decía así:
«Ayer tuve un sueño, alto como el cielo. Cuando desperté, algo me quemó muy dentro. El pájaro cantaba, la triste melodía, que brota de la tierra, sin cesar ni un momento. De pronto me vi, como un extraño, comencé a caminar, sin saber a dónde ir, sin saber...»
«Los árboles contaban, historias de otros mundos, con danzas expresivas, para un corazón sediento. Luminosa mañana, prendida de sufrimiento, hoy he visto la luz, que todos llevamos dentro. ¡Aaahhh! ¡Aahhh! ¡Aaaahhhh!»
Y repetía yo esos alaridos por allí como un poseso, imbuido de nuevas energías, con el riesgo de espantar a los escasos fieles que estarían a punto de vestirse de limpio para acudir a misa de doce, que es la única que queda de toda la semana en Santo Domingo Scala Coeli, el simbólico nombre que le dieron los padres dominicos al centro de devoción y confinamiento para el noviciado de la ilustre orden en los prósperos años del Renacimiento. Allí esperaba yo comenzar mi remontada, purgando poco a poco mis pecados, lentamente agarrado a mi bastón, como si se tratara del pasamanos de aquella escalera que condujera al cielo.
Pero el precio era alto y la penitencia exigente. Frente a aquellos antiguos ermitaños, más centrados en la oración y en los tormentos estáticos, tenía yo ahora que pagar por mis excesos con los rigores de los nada nimios esfuerzos atléticos por el último sendero de mi ruta infernal, con la mochila llena y una temperatura tórrida.
Necesitaba dividir los siete kilómetros que tenía por delante. La mitad del camino puede estar aproximadamente en el cruce que se desvía a las Salesas, punto claramente señalizado al lado del arroyo, donde se separa definitivamente hacia poniente una ancha pero destartalada pista terriza hasta la Avenida de San José de Calasanz, más allá de Los Abetos del Maestre Escuela, a la entrada de la ciudad por el barrio del Brillante. Hasta allí, los escasos cuatro kilómetros que se recorren entre la arboleda, no son ni los más duros ni mucho menos los más desagradables de caminar, sino todo lo contrario; me parecerían un verdadero placer en cualquier otro momento que no fuera aquel en el que yo me encontraba, sumido en una debilidad bastante preocupante. Yo, por aquellos lares, caminaba cabizbajo como arrastrándome, dejándome llevar por una desgana o un desfallecimiento progresivo. No tenía fuerzas ni para salvar los pocos escollos que se encontraban por el camino. Por dos veces caí por los suelos, completamente, cuan largo y ancho soy. La primera vez nada más cruzar el curso del arroyo por primera vez, en un profundo descenso que obliga el sendero a realizar, bajo un tronco que debió poner allí alguna organización mafiosa de animales del bosque para obstaculizar el paso a los caminantes, debiendo salvarlo con la fea postura de arrastrar los cuartos traseros durante ese tramo. Y la otra, poco después, de nuevo para pasar bajo un gran tronco que deja un espacio mínimo por debajo, mucho mejor que obligarse a saltarlo. Un lugar por donde paso sin quitarme la mochila, tratando de agacharme con cuidado de no tocar en el árbol, para lo que debo apoyar las palmas de las manos y, a veces, las rodillas, con el desagradable resultado de ensuciar mis extremidades. Pero esta vez fue aún peor. Debía saber que sería inútil tratar de pasar sin apoyarme, mucho menos con el cansancio acumulado, pero ya digo que por aquella zona ya mi cerebro no marchaba bien. La música también debió tener su influencia. Había pasado del rock andaluz a la canción protesta, y mi espíritu no debía encontrarse muy propenso a arrodillar mi cuerpo. Escuchaba esa canción de Facundo Cabral llamada Pobrecito mi patrón, como si fuera un libro de texto, y justo cuando me inclinaba para pasar por debajo del tronco, recitaba Facundo:
—«Quién sabe si el apoyarse, es mejor que el deslizarse…»
Y, siguiendo su proverbial perspicacia, me tiré yo al suelo, boca abajo sin la más mínima intención de hacer el esfuerzo de mantenerme a cuatro patas como un vulgar paria, dejándome caer del todo sobre la tierra. Y no solo sobre mi sudorosa vestimenta, sino incluso sobre mi cara. Lo que no había hecho por orgullo al llegar a lo alto de la conducción del gas, lo hacía ahora como patética represalia, quedando por unos segundos allí tirado como un guarro. Me giré hacia el otro lado del tronco y me levanté completamente enharinado como un bacalao. Me sacudí un poco y continué mi camino como si tal cosa, con una paranoica sonrisa en los labios y la camiseta embarrada. Debía estar sufriendo otro castigo divino, tal vez el que se simboliza con un reptil inmundo en el noveno círculo.
Me estaba convirtiendo en una piltrafa humana. Para colmo de males el reloj me indicaba «Batería baja». No me quedaban muchas fuerzas, aunque seguía pensando que cuanto más despacio caminase más tarde se me haría y más calor tendría que soportar. Por eso en ocasiones apretaba el paso, hasta que no podía más. Luego volvía a reducirlo, hasta que me recuperaba un poco. Aunque cada vez eran más cortos los tramos rápidos y más largos los lentos. Como yo, el GPS se puso automáticamente en modo ahorro, y para ver los números había que darle dos golpecitos extra. Pero mi curiosidad no era tanta como para derrochar esa energía.
A veces no soportaba por más tiempo la música, y la apagaba un rato; pero era aún peor. Zumbaban las chicharras como en un concurso de sirenas o de harpías. Tal vez fuera otra de mis penitencias. Me tenía que tapar los oídos con la felpa y poner encima las manos para que no me taladrasen el cerebro, por lo que decidí abrir de nuevo la aplicación musical, subiéndole el volumen para evitar los desagradables sonidos de la naturaleza hostil.
Así llegué por fin al cruce de las Salesas, continuando por el estrecho corredor de la izquierda, afortunadamente más sombrío que la senda de las religiosas. Tres kilómetros quedan ya para mi destino, algo más de uno para pasar por debajo del Puente de Hierro. Pero estoy en las últimas. El calor no se puede soportar. He tardado casi una hora en recorrer el último tramo. Son las doce del mediodía, y sé que muy pronto desaparecerán las últimas sombras. Y decido sacar de la mochila la gorra y encasquetármela con felpa y todo. En la espiral negativa en la que transito, muy por debajo de los nueve círculos infernales de nuestra oscura obra alegórica, caigo en la cuenta que tal vez debía haberme colocado mucho antes la prenda de vestir que llevaba para la cabeza, que no lo había hecho por no sacarla de dentro de la mochila, lo que en un día como el de hoy evitaría mi reblandecimiento cerebral. Ahora podía ser ya tarde.
A partir de allí solo vivo con la esperanza de ver aparecer al Puente de Hierro por el horizonte. Contrariamente a mi costumbre de mirar hacia abajo, llegado a este punto, espero encontrar por encima de la arboleda la imagen del inmenso puente, desde donde restarían exactamente dos kilómetros para llegar a mi destino final. Y me veo ahora estirando el cuello como una jirafa empinada para alcanzar las hojas más altas de los ancianos baobab de la sabana. Hasta que salgo del último túnel escavado en la vegetación y lo distingo a lo lejos. Solo un trocito al principio, hasta que poco a poco pude contemplarlo por entero, pasando finalmente —meditabundo— por debajo, como sometiéndome al descomunal yugo de nuestra vida cotidiana. Entonces le mandé a mi esposa una foto con la esbelta obra de ingeniería, para que supiera dónde estaba ya y dejara de preocuparse.
Ya de regreso por esta última parte del arroyo Pedroches, camino como sonámbulo, me pesa de verdad el calor y presiento que me costará llegar a pesar de la cercanía. Es así. Me saco la gorra de la cabeza y me quito la felpa, debajo de ella, y las estrujo, aliviándome por unos instantes la tenue brisa sobre la humedad del cuero cabelludo. Pero considero que no es conveniente exponerme al sol mucho más y, fuera de la sombra, me vuelvo a cubrir, sin ponerme la cinta en la cabeza esta vez, exponiéndome a sufrir el típico picor de ojos, como me había sucedido otras veces.
Si no fue con el Covid-19, de alguna clase de virus o bacteria me había tenido que contagiar, pues ni siquiera en aquellas legendarias ocasiones en la ruta del Río Verde o en la de La Pandera, había sufrido tanto. Solo era comparable a mi primera ascensión al Mulhacén, aquel día fatídico en que pillé una soberbia pájara nada más dejar el bosquecillo de la barrera, quedando todavía la mayor parte de la ascensión. Como en aquellas aciagas ocasiones, estando ya casi acabada la jornada, me tuve que parar. Sentado en una piedra debajo de un olivo, me volví a quitar la gorra y apagué de nuevo la música. Pero, tras ser atacado por el lacerante sonido de las contumaces chicharras, me vi instado de nuevo a ponerla, recurriendo a mi sedante música francesa. La selección comenzaba con La Vie en Rose, una antigua canción demasiado optimista para esos momentos, por lo que decidí sustituirla por la siguiente, la titulada escuetamente Ma Vie, de Alain Barrière, una portentosa canción de amor que ocultó los infernales ruidos y que endulzó aquellos últimos paisajes, a pesar de insistir continuamente en lo largo que debía ser el camino para los amantes («Mais c´est long le chemin»). Así, tras un profundo suspiro y varias bocanadas de la poca agua calentucha que quedaba, pude proseguir con cierto ánimo.
El reloj no dejaba de avisarme de la necesidad de encontrar un enchufe. Acudían a mi mente sentimientos encontrados. Sentía que habría cosas peores que sufrir aquellos interminables y sofocantes metros finales, al fin y al cabo yo me creía aún sano, sin el menor contagio —que no fueran los propios de convivir en esta desquiciada época—. Entonces recibí una llamada. Era mi mujer que preguntaba cómo y dónde me encontraba, como si hubiera olido algo desde casa. Le dije que ya estaba llegando, que si no conocía la imagen que le había mandado del Puente de Hierro. Y me dijo que sí la conocía pero que no sabía a la distancia que estaba de mi coche. La engañé diciendo que todo estaba bien y que en media hora podría llegar a casa.
Colgué furioso. Solo me faltaba la presión familiar. ¡Pero si aún no eran las doce y media y otras veces me había presentado cerca de las tres y ni se había inmutado! Cuando dejé el teléfono y me dispuse a mirar la hora y los kilómetros en el GPS, me percaté de que definitivamente a este se le había acabado la batería del todo, y se había apagado. Veintiún kilómetros ponía la última vez que lo miré.
Tentado estuve de volver a sentarme a descansar, pero me conformé con pararme al llegar a alguna hermosa sombra, y agacharme en cuclillas con los brazos en jarras; impresentable postura que adoptaba cada escasos metros, sin cerciorarme siquiera de ser visto por cualquier otro transeúnte. Me quitaba la gorra y la felpa, respiraba, le daba otro chupito al tubo, y seguía otro pequeño tramo. Y de metro en metro, a paso de hormiga, conseguí llegar a la cinta transportadora de la vieja fábrica de cemento. Crucé por penúltima vez el arroyuelo seco, ascendí al otro lado por unas torronteras blancas y pasé por debajo de la cinta, por donde se habrían desbordado innumerables piedras a lo largo de los años, pensando en que tal vez solo me faltaba hoy que se cayera una de aquellas rocas de mayor tamaño y se estrellara en mi cabeza, para redondear la jornada. Pero no debía aún de haber llegado mi hora. Poco después tendría otra oportunidad.
Volví a atravesar el cauce por el único lugar visible por donde corre un buen reguero de agua, justamente donde me encontré por la mañana temprano a aquel rebaño madrugador de ovejas, subiendo la última cuesta por el primer sitio que era posible hacerlo, junto al puente más próximo a la carretera y al renombrado Club de Mirabueno (el antiguo Club Asland). Llegué hasta la carretera y la crucé con prudencia, mirando varias veces a uno y otro lado por no fiarme demasiado de mis depauperados sentidos, pasando junto a la gasolinera desierta hasta la primera calle del fantasmal Polígono de Pedroches, donde cerca de la esquina, junto a la primera nave, se encontraba esperando mi vehículo. Me hubiera dejado caer en él, llorando, si no fuera porque adivinaba a la temperatura que debía estar la carrocería.
Abrí el capot con cuidado de no quemarme las manos, pues la apertura automática no funcionaba, me descolgué la mochila separando la funda del teléfono, reduje el bastón, lo taponé con la contera y lo tiré todo para dentro. Luego me cambié de camiseta, colocándome una de las que siempre llevo en una bolsa de reserva, y me froté con la usada las sucias mallas, tratando de disimular mi horrible aspecto. Finalmente abrí la pequeña nevera donde llevaba una botella de agua (muy fría siempre, conservada con un gran bloque de hielo) y, con cuidado, bebí solo un sorbito… Lo suficiente para provocarme un fuerte dolor en el paladar y en las sienes. Un tremendo shock que me hizo retorcer y provocó en mí incluso ligeras convulsiones.
Afortunadamente no fue tan grave como la lipotimia que le dio un día al Maestro en Los Almendros, al terminar otra ruta siniestra. Me fui recuperando poco a poco. Cuando pude levantarme abrí la puerta del coche y le plegué los parasoles desde fuera, antes de ser consumido por las llamaradas del interior. Abrí las ventanillas y traté de meter las llaves en el arranque, sin conseguirlo. Me tuve que sentar completamente para arrancar el coche. Lo arranqué, muy aturdido, e inmediatamente encendí el aire acondicionado a toda potencia, pero no esperé a que se enfriara solo, como había hecho otras veces. No tenía fuerzas para volver a salir del coche. Traté de sacarlo de allí cogiendo el volante con los dedos —ahora me hubieran venido bien los guantes— y con dificultad tomé por la circunvalación rumbo al anhelado paraíso de mi hogar.
Por el camino estuve a punto de asfixiarme. Aun dejando abiertas las ventanas y con el aire a toda mecha, el calor era insoportable. Sudaba a mares y el fuerte vendaval del exterior no refrescaba lo más mínimo. Era aún peor dejar las ventanillas bajadas puesto que inutilizaban del todo las propiedades refrescantes del aparato acondicionador. Por lo que decidí poner coto a la ventolera y así al menos, aunque a la temperatura de una sauna, podía disfrutar de la bochornosa paz del interior. Traté de sacar entonces la carátula extraíble de la radio, pero se me quedó pegada en el interior del hueco donde se encierra. Tuve que tirar fuertemente para extraerla, lo que me ocasionó instantáneos síntomas de zozobra en forma de brillantes estrellitas en la cabeza. Conseguí ponerla y, dando a un botón tres veces, enlazarla con mi Smartphone. Sonó el Animals de Pink Floyd. Después, como la lejana letanía de ladridos del tema que sonaba, me fui apagando hasta perder la noción de la realidad. Es lo último que recuerdo hasta llegar a mi calle. Desperté dentro del coche con el motor encendido y el aire conectado, mal aparcado frente a la fachada de mi casa, como si me hubiese quedado desmayado sobre el volante. El calor se había extinguido por completo. Cuando accioné el mando a distancia de la cochera encontré el auto de mi esposa dentro. Ni siquiera recordaba que ahora el suyo tenía preferencia. Pobre destino el de mi fiel automóvil, tener que vivir continuamente a la intemperie tras tantos años de servicio, tendría que conformarse a su vejez con dormir a la sombra de los naranjos. Me alegré a pesar de todo, egoístamente, por evitar hacer más maniobras. Lo apagué, sin molestarme en rectificar siquiera su posición. Y al fijarme en el reloj del salpicadero comprobé que eran casi las dos de la tarde. ¡No podía ser! Si a las doce y media estaba ya terminando, saliendo del arroyo. Algo me debió ocurrir para retrasar la hora de mi llegada. Pero lo ignoro.
Arrastré la bolsa de deporte, la nevera y la mochila hasta la puerta, toqué el timbre varias veces por no buscar las llaves, y me abrió, pasados unos interminables segundos, mi angustiada esposa.
—¡¿Qué te ha pasado?! ¿Cómo vienes así de sucio? ¿Dónde estabas? —me preguntó, mientras yo recogía todas las bolsas que había dejado por el suelo.
Pero no me salía la voz del cuerpo.
—«Nada. Ya estoy aquí» —respondí moviendo los labios pero sin dejar salir el menor ruido de mi boca.
—¿Pero qué te pasa? ¿No puedes hablar? ¿Por qué no respondías al teléfono?
Levanté los hombros en señal de extrañeza, pero no conseguí articular la menor palabra. Era como si me hubiese comido la lengua el gato. Traté de hacerme entender por gestos. Lo que yo quería decir era:
—«Déjame, por favor. Déjame que pase y ya te contaré la historia cuando pueda hablar» —y señalándole al suelo, seguí—. «Deja que me siente en la escalera por lo menos».
—¿Qué? Sí, siéntate. ¿Quieres que vayamos al médico?
—«No, no, déjame morir aquí mismo en paz» —le respondí para mis adentros, sabiendo que era inútil intentar hacerme entender.
Había perdido la voz, como seguramente también la consciencia, por el camino, en algún punto del trayecto desde el polígono hasta mi barrio, pues me faltaba casi una hora de la que no era consciente en absoluto, durante el tiempo en que mi esposa, tan prolija, me debió hacer las cuarenta llamadas perdidas que después pude comprobar que tenía, y que habrían dejado completamente sin batería a mi teléfono después de llevar más de tres horas de música seguidas —como había sucedido antes con el GPS y conmigo.
Estuve sentado un rato en los escalones, mirándonos los dos sin decirnos nada. Hasta que no pudo ocultar por más tiempo el aspecto miserable que ofrecía y me preguntó si me había caído. A lo que contesté afirmativamente moviendo la cabeza. Después, cuando se fue para la cocina, me tumbé por completo en el suelo, como solía hacer allí para leer en el verano, más aún con el confinamiento. Pero en cuanto volvió y me vio así, creyendo que me encontraba peor, y que estaba poniéndolo todo perdido, tuve que tranquilizarla y subir a ducharme enseguida, para que me dejase tranquilo, mientras ella se hacía cargo de recoger el nauseabundo material de senderista.
Tras una ducha fría reparadora que nunca había podido soportar hasta ese momento, me tendí también en la bañera, esperando que no llegaran hasta allí las recomendaciones sanitarias de mi esposa. Acostado, con el agua tibia tapando todos los orificios, a excepción de la nariz, sentía subir mi nivel de energía paulatinamente: 5, 10, 15, 20 por ciento. Como un teléfono de los de antes con un cargador antiguo; lento pero seguro. Al llegar al 40% se atascó un poco y empezó a subir con lentitud: 41, 42, 43…, de uno en uno. Cuando llegó al cincuenta por ciento me levanté con gran dificultad, me volví a refrescar con la ducha, me sequé y me coloqué una ropa ligera de algodón. De inmediato bajé penosamente por las escaleras, y en la cocina quise besar a mi mujer, pero ella me lo impidió echando la cara hacia atrás, como una cobra.
Comprendí: las estrictas normas sanitarias de la maldita Pandemia. Me sentí frustrado y ella lo notó. Por eso me agarró e hizo que nos abrazáramos, dejando —eso sí— su cabeza bien separada de la mía, lo que no impidió que derramase una gruesa lagrimita en sus hombros. Se retiró un poco y me miró a la cara, diciendo:
—Échate en el sofá, que te estaba preparando una sorpresa.
Le hice caso silenciosamente, pues seguía sin poder pronunciar una palabra. Los efluvios olorosos de la cocina hicieron despertar mi hambre, lo que no dejaba de ser un síntoma claro de recuperación.
Cerré las ventanas del salón, puse el aire acondicionado, el aparato de televisión y me tumbé en mi sofá favorito. La noticia de la vuelta de la NBA a la burbuja de Orlando dentro de cuatro días volvió a hacer resurgir mi naturaleza sentimental. Cuando ya la modorra se apoderaba de mí entró mi hijito a poner el mantel y casi al unísono, su madre con una fuente de ensaladilla rusa, unas aceitunas y una refrescante cerveza que yo degusté como si se tratase del dulce néctar de los dioses. No me dejaron ayudarles a poner la mesa. Mi mujer sabía perfectamente cómo hacer para cargar o descargar mi energía.
Desconectamos las alarmantes noticias del Telediario y, al terminar con aquel sencillo y rico almuerzo, les hice entrega del mando a distancia para que escogieran la película de su agrado. Ni recuerdo el principio. Yo debí dormirme cuando aún se desplegaban los primeros títulos de crédito, una siesta que duró hasta las seis de la tarde, que hubiera valido la pena hacerla en el dormitorio, a oscuras y con el pijama puesto.
Con mis familiares a sus cosas fuera del salón, cuando desperté retomé la lectura. Me olvidé del Ulises para otro día que estuviese más lúcido o para el camino del trabajo, y retomé los últimos capítulos de Odio, de Ed McBain, tratando de averiguar quién era realmente el asesino de los compañeros de Steve Carella, el agente de la Comisaría del distrito 87 de New York. Mi mujer volvía de vez en cuando a preguntar por mi estado. Yo le contestaba con un gesto tranquilizador, únicamente consciente de la excesiva similitud entre los asesinatos. Cuando me enteré del culpable —y no lo desvelaré por si alguno de mis inteligentes lectores tuviese el buen gusto de descargarse este libro en formato electrónico, puesto que será difícil que lo encuentre, como yo, en una librería de viejo— me levanté del sofá y lo coloqué en la balda correspondiente, junto al último que había leído. Serían algo más de las nueve, y el sol —el gran criminal de la jornada—, obedeciendo a las fuerzas del orden, parecía dispuesto a entregarse.
Decidí seleccionar mi siguiente lectura. Escogí otra novela policiaca de entre los tres anaqueles de mis estanterías de esa temática, que yo tenía mezclados con los de asuntos detectivescos. Se sucedían Chester Himes y Ross MacDonalds con Raymond Chandler y Graham Greene; John Le Carré y Frederick Forsyth con Gastón Leroux, Simenón y Agatha Christie; Juan Madrid, Andreu Martín, Vázquez Montalbán o Lorenzo Silva con Patricia Highsmith, John Banville y Pierre Lemaître... Me esperaban todavía de algunos sus mejores obras, y de otros sus óperas primas, con la intención de consumirlas en cierto orden, para que me alimentaran mejor. Decidí quedarme con Un tipo implacable de Elmore Leonard, una elección de la que no me arrepentiría. Ya irían cambiando de lugar poco a poco las demás si continuaban los rebrotes.
Y enseguida me acordé de mi amigo Virgilio, el comisario de policía. No sé si mi voz estaría a la altura de las circunstancias. No tenía ninguna intención de rivalizar con el célebre Garganta Profunda del caso Watergate. Probé a leer en voz alta y, aunque más parecida a la de don Corleone que a la mía, empezaba a funcionar. Lo llamé y me saltó una voz metálica comunicando que el número marcado no existía o no se correspondía con el de ningún abonado, por lo que volví a tenderme en el sofá, defraudado. Tendría que seguir usando recursos imaginarios para mi novela.
Cuando dejé de leer a las diez de la noche, después de disfrutar con el arrollador primer capítulo de mi libro —que tal vez me sirviera de inspiración alguna vez— salí del salón cojeando y me encontré a mis dos familiares que bajaban por las escaleras para cenar. Cuando me dispuse a abrazarlos al llegar al rellano se apartaron de mi lado como si estuviera apestado, para seguir cumpliendo con las normas de distanciamiento. Entonces mi mujer, ya a salvo, con una sonrisa, me preguntó si podía por fin hablar y decirles cómo me encontraba. Y yo les contesté, con esa voz cascada que recordaba a la del Padrino:
—«Estoy bien. Muy feliz de estar con la Familia —y otra voz en mi interior que me decía: ¡Como en el maldito Paraíso!».



Juan José Gañán
20-09-2020
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