CENTRO DE ALTO RENDIMIENTO DE SUPERACTIVOS (CARSU) DE KOMALA
 

El Cumpleaños de Superlux (2)

Relato de Ficción basado en hechos reales

La conversación con Jota nos puso literalmente en órbita. Nos dirigimos directamente a nuestro cubil para compartir las malas noticias. Allí Superming le gritaba a su compañera Supernere para que lo dejase tranquilo concentrarse en su trabajo.
- O se va esta de aquí ahola mihmo o me lalgo a Hong Kong yo solito, ¡calamba!

Ming llevaba unos días trabajando a revienta-calderas y no soportaba aguantar nada más. Dentro de su máquina, con la luz de su frontal encendida, con las manos tan sucias y gritando improperios parecía un mecánico de otros tiempos. Sin embargo, aunque el espacio estaba en penumbra, porque apenas conseguían iluminarlo un par de viejos focos que apuntaban al panel delantero donde trabajaba X.G., la visión de aquel artefacto incrustado en los muros de la habitación, sin apenas un resquicio vacío, era impresionante; un montón de hierros retorcidos, pintados en mil colores, según el humor y el capricho de Superlux, lleno de palancas y cables por todos lados, y casi listo para alojar a treinta personas, para las que habían dispuesto unos simples bancos corridos de madera.
Ya teníamos hasta nombre para el estrafalario prototipo, se llamaría El Aleph, en homenaje al fantástico relato de J.L. Borges, un clásico que perdura a pesar de las purgas de unos y otros dirigentes. En aquel cuento se describía un lugar similar al que Superlux se encontró allí arriba.
Cuando les contamos los detalles de nuestra entrevista Supernere estuvo a punto de echarse a llorar, Superming, sin embargo, siguió tan tranquilo en lo suyo; tenía plena confianza en su trabajo, aunque temía que lo descubrieran antes de estar terminado.
- Lleválsela po ahí, ¡pol favól! Que no me deja pensal. –Se quejó el chino, cansado de oír hablar a su compañera.
- Vámonos Nere. Tenemos mucho que hacer. Hay que salvar todavía algunas vidas antes de que termine el día. –Concluyó Superlux, asiendo de la muñeca a su amiga y llevándosela casi a rastras hacia las escaleras.

11,30 h. Entramos justo a tiempo a la clase del doctor X: Física Cuántica. Tan de moda entre los súper de todos los C.A.R.SU. del planeta. Esta materia había evolucionado bastante, y se estaba popularizando rápidamente. Incluso habían homologado alguna de sus aplicaciones más impactantes para exhibirlas en alguna atracción ferial, donde habían dispuesto unos espaciosos recintos con postas decoradas con las imágenes representativas de otros planetas y otros mundos lejanos, donde te podías desplazar en un instante de una a la otra por un módico precio, simulando el efecto de un viaje interespacial –aunque quien me lo contó (sería un androide) no le pareció que fuese muy emocionante y más bien se inclinaba a pensar que la atracción no tendría mucho futuro.
El doctor Xavier nos recibió con una triste sonrisa. No quiero decir que fuera una sonrisa falsa, sino más bien como poniendo al mal tiempo buena cara. Como casi todos los monitores, parecía darnos a entender que le apenaba la situación que estábamos sufriendo. Al menos era un consuelo. Pero, que yo sepa, no habían dejado una puerta abierta para los profes ni nada de eso; estaba por ver que ellos no corrieran peligro.
Por si aquel fuera el último día que estaba con nosotros, el simpático y sabio doctor X pensó en hacernos un repaso de los avances de la Física Moderna. Nos dejó a todos embobados hablándonos de los primeros tiempos de la paralización de la luz, que supuso el principio de lo que era actualmente el Internet Cuántico –tal vez el invento más importante para los impacientes Súper-; nos habló de la relación de los fenómenos Poltergeist con los agujeros negros; de las románticas historias de fantasmas y de espiritismo que habían ido explicándose científicamente…
En mitad de la clase Superming le pidió si podía recordarles en qué situación estaba en la actualidad la clásica paradoja de Schrödinger, el conocido experimento del gato encerrado en la caja de uranio. Y así fue como nos estuvo amenizando la clase hasta el final con un discurso entre poético y nostálgico, lleno de referencias a escritores e investigadores antiguos, y presentándonos un futuro, si no perfecto, sí bastante esperanzador, gracias a la previsión de alcanzar a medio plazo un conocimiento y un instrumental capaces de desvelar la existencia de infinitos universos simultáneos, aunque de momento, infranqueables.

Al salir de clase nos enteramos de que habían detenido al doctor Carson y se lo habían llevado esposado en una furgoneta fuera de nuestro recinto, dejando una patrulla de androides de clase “P” para controlar el interior.

A las 12,30 h. y para cerrar, como siempre, la semana, teníamos Álgebra, mi asignatura favorita, a pesar de no haber aprobado ni un solo examen. Y todo el mérito hay que atribuirlo a nuestra supervedette, la señorita Sol, una desenfrenada y despampanante artista de los números, que me tenía obnubilado, con sus lánguidos ojazos, sus elocuentes caderas y su descuidado escote, que exhibía de pupitre en pupitre, acudiendo solícita a los ruegos y preguntas de sus fervorosos alumnos.
Desgraciadamente aquel día Supersol no estimó deleitarnos con sus alegres prendas, ni siquiera con un semblante agradable. Era tan ingenua que no sabía disimular su furia. El toque de queda primero y la detención del doctor Carson, después, con la incursión de los policías de poliéster, la habían hecho enfurecer. Y Supersol podía ser temible como enemiga, por eso nosotros la queríamos en nuestro equipo. Además de sus elocuentes encantos y su hiperactividad natural se había sabido reservar para las ocasiones especiales algunos otros poderes. Y ahora había decidido que este era un buen momento para sacarlos a la luz.
A Supersol la descubrí cuando intentaba hacerme comprender un logaritmo neperiano bastante asequible, al menos para los demás. Era la tercera vez que la llamaba para que me aclarara el asunto. Tenía un poder omnímodo sobre mí. Las primeras veces había disfrutado asomándome a su exuberante balcón, pero esta vez se paró frente al pupitre, y –recatadamente- se agachó al ponerse a mi lado; para ver sin ser vista. Así es que tuve que girar la cabeza descaradamente hacia atrás para poderla observar. Estaba toda la clase pendiente. Entonces se comunicó con mi cerebro sin abrir la boca siquiera:
- Deja de mirarme las tetas y concéntrate en el logaritmo, ¡gusano! –Entendí con nitidez pero sin oírla.
Volví la cabeza sorprendido y asustado, y en cinco segundos de concentración comprendí el intríngulis de la operación matemática. Hasta ese momento nunca me pareció que mi problema más grave fuera la falta de atención.

Otras veces -lo supimos mucho después-, Supersol se había comunicado con nosotros y nos había ayudado anónimamente.
Aquel día recibimos todos al unísono un mensaje al entrar. Se quedó muy seria mirándonos desde el estrado y sin volumen nos dijo:
- ¡Chicos! Estad atentos a lo que os voy a decir. No os asustéis, soy yo, Sol, la seño Supersol. No contestéis ni os alarméis. Ahora seguiremos la clase como si cualquier cosa. Y no miréis a las cámaras de vigilancia. –Esto nos dijo sin hablarnos.
Nos quedamos petrificados mirándonos unos a otros. Luego siguió diciéndonos ya sin quitar el volumen normal de su voz:
- ¡Chicos! Vamos a trabajar. Hoy para que no se relajen demasiado: ¡EXAMEN! Copien y resuelvan los siguientes problemas de la pizarra: (…)
Y Supersol empezó a rellenar la pizarra de números y símbolos con su habitual celeridad –ella dominaba el arte de escribir con las dos manos a la vez-. Otros ejercicios los dictó simplemente –eso sí, sin parar de escribir-. Nuestros preferidos eran los típicos puzles lógicos y matemáticos del estilo a ese que hay que acertar el día del cumpleaños. La hermosa profesora lo planteó más o menos así, poniendo de ejemplo a Superlux, que sabía cumpliría años el sábado:
- "El día anterior a ayer Lux sólo tenía 17 y el próximo año tendrá 20.
Esto es verdad sólo un día en el año. ¿Cuándo es el cumpleaños de Lux? “
La solución no sólo era complicada, sino a la vez verdad y mentira. Lo que provocó en nosotros, -especialmente en mi amiga-, la aludida, no poca inquietud, pensando en que tal vez nuestra superprofesora trataba de hablarnos en clave.
De pronto, mientras dilucidábamos el enigma en voz alta recibimos otro mensaje inequívoco de nuevo:
- Estamos todos vigilados. Debemos escapar del centro lo antes posible. Hay que buscar una salida. Creemos que se proponen infectar las conducciones del agua. Y pueden empezar por las duchas del gimnasio. No hagáis deporte esta tarde. Y si lo hacéis no se os ocurra ducharse ni beber agua que no esté embotellada.

Supersol había hablado ya en la sala de profesores con Ecolina y con el doctor X sobre la situación tan apremiante. Habían hablado de la captura del doctor Carson y de la posibilidad de que alguno de ellos fuera detrás. Juntos se habían ido a hablar con el director del centro, para que les explicara de primera mano qué es lo que estaba pasando.
El director, A.G. Ming, el padre de Superming, les había dicho que lo único que sabía es que las órdenes no las había dado él; ni él había declarado el toque de queda ni tampoco la detención del doctor Carson. Tan sólo había hablado con el jefe de policía al llegar, para decirnos que ellos se harían cargo de la situación y para que le diéramos unos planos del recinto. Éste sólo le dijo que actuaban por órdenes superiores, órdenes que Ming ya conocía por un mensaje oficial que había recibido un minuto antes del toque de queda. Después de eso, Gelleng, la secretaria, los acompañó a dar una vuelta por todas las instalaciones, dejándolos finalmente en las habitaciones que habían dispuesto para ellos en un ala de la Residencia de Profesores.
- Se supone que usted puede abrirnos cuando tengamos que marcharnos a Komala de compras –le preguntó Ecolina al director- y que la semana que viene, tras la clausura, nos abrirá para dejarnos ir cada uno a su casa, ¿verdad?
- Pues lamentablemente no podré hacerlo.
- ¿Por qué? –Se interpuso el doctor X- ¿Acaso está usted de acuerdo con esta encerrona?
- Esté o no esté de acuerdo no es el problema, sino más bien, que no sé ni cómo se abre ni cómo se cierra este mecanismo. Y ni siquiera he podido comunicarme con el Inspector de Formación del Gobierno, porque no funciona ni mi teléfono ni ninguno del Centro.
- Es decir –siguió con la conversación Supersol-, que estamos todos atrapados: profesores, alumnos y hasta usted mismo, ¿no es cierto?
- Eso parece, efectivamente –tuvo que reconocer el sabio profesor Ming.
- Entonces, ¿qué piensa hacer? ¿Se va a quedar aquí como un pasmarote a que lo liquiden? Es usted el enemigo número uno, piénselo, el cerebro más importante de los Súper. ¿O se va a ir de aquí con nosotros? Será nuestro líder. ¿Quién mejor que usted?
- ¿A dónde van a ir? No se puede hacer nada. Conozco este recinto. Es imposible salir de aquí. El Centro es un bunker a prueba de bombas atómicas. Se supone que pronto nos comunicará el nuevo gobierno sus intenciones. Espero que todo termine pronto y vuelvan las cosas a ser como antes.
- No sea inocente, Ming, el gobierno ya ha hablado encerrándonos en esta pecera y de aquí sólo saldremos con los pies por delante. Nos tiene que ayudar a encontrar una salida –dijo el doctor Xavier-, aunque sólo sea por el futuro de sus hijos.
A.G. tenía otros dos hijos mayores estudiando en la Universidad de Hong Kong, en su querida y lejana ciudad.
Al final, a regañadientes, el viejo y genial doctor Ming, tuvo que claudicar:
- Está bien, estoy con vosotros. Supongo que tenéis razón. Si nos quedamos aquí parados nos freirán como boquerones estos...
- ¡Bravo! ¡Eso es! ¡Así se habla! –gritaron al unísono todos los monitores, y directamente empezó a exponer la situación como un jefe nato que era:
- Tenemos dos problemas principales: Buscar una salida y librarnos de la policía. Y las dos cosas son imposibles. Los robots están armados y al menor síntoma de agresión saltará la alarma y tendremos a todo el ejército dentro del recinto. Tenemos que actuar deprisa pero con sumo cuidado. ¡Gelleng! Por favor, acércanos una copia del plano del recinto que le has dado a los polis. –Cosa que hizo su querida secretaria y esposa inmediatamente, con el semblante descompuesto por la nueva perspectiva que se le planteaba.
- Lo primero es buscar a mi hijo –dijo a su marido mientras desplegaba en la mesa el gran pliego de papel.
- Tu hijo sabe cuidarse, Gelleng. Ahora tengo clase con él; yo los pondré sobre aviso. –Comentó Supersol para tranquilizarla.
- Sí, eso, avisa con cuidado a los alumnos que puedas, Sol -apuntó A.G.- Y los demás igual, podéis correr la voz de que hay que marcharse. Cuando terminemos de almorzar daremos una batida por todo el recinto, nos dividiremos en varios grupos para no levantar sospechas.
- Ahora que lo decís –saltó la secretaria alarmada-, los policías me han preguntado dónde estaban los depósitos del agua y por dónde pasan las conducciones hasta el gimnasio. Seguro que quieren envenenarnos.
- ¿Y tú que les has dicho, Gelleng? –Preguntó alarmado su jefe y marido.
- Sólo les dije que están en el estanque, ya sabes, pero no les dije que estaban cerrados con un gran candado y una clave de diez cifras. A mí no me la pidieron.
- Acaso crees que a los polis les hace falta tu clave, querida. Tienen la clave maestra de todos los accesos y de todas las puertas y cajas del centro, como San Pedro –les recordó a todos A.G., sin perder el buen humor.
- Pues habrá que avisar de que no usen las duchas del gimnasio y que traten de beber el agua embotellada -advirtió Supersol-. Está bien, no hay tiempo que perder, volvemos a vernos aquí después del almuerzo.
Y se despidieron dejando a la pareja preocupada haciendo planes de fuga, y ellos camino de las aulas para avisar a los chicos de todo. ¡Empezaba la Revolución de los Súper!

Cuando terminó la clase de Supersol, la perseguimos para hablar del asunto. Compartimos con ella nuestro secreto, aunque no pareció muy entusiasmada con la idea ni mucho menos. Le dijimos que el doctor J había ratificado la cuestión técnica, pero que sin embargo no había recomendado su puesta en práctica por nuestra seguridad. Al final le rogamos que no le diera detalles del proyecto, puesto que no nos parecía de fiar.

Supersol nos dijo que éramos unos chicos muy espabilados para nuestra edad y todo eso, por haber presagiado aquel cataclismo y haber reaccionado tan pronto, pero la verdad es que Superming ya había realizado algunas pruebas en su zona con algunos modelos monoplaza, según nos dijo al llegar, y por eso a Superlux se le ocurrió que podía ser una buena idea para entretenernos. La nueva finalidad del aparato es de hace un par de semanas tan sólo. La señorita Sol nos recomendó –con nuestro mismo criterio- que sólo lo contáramos a los mayores, y entre ellos sólo a los que pensáramos que aceptarían sin dudar el riesgo del viaje en aquel vehículo de juguete.
Superlux se acordó de la broma que le había gastado al doctor Jota y pensó en organizar algo divertido. A los elegidos le entregaríamos una Invitación para su Cumpleaños, advirtiéndoles que contenía una nota secreta, para que la mirasen detenidamente con la luz azul de su trasto, la aplicación de luz ultravioleta que solíamos usar para los mensajes secretos. –Chismes, citas, difamaciones, declaraciones amorosas e incluso chuletas para los exámenes, aparecían y desaparecían en segundos-. La nota invisible explicaría brevemente el asunto y serviría de entrada directa a la nave: “On Saturday, the 4rd of April (11:30 h.) in The Lost Room”, decía la invitación. De esta manera sólo se enterarían los afectados y a la vez no levantaríamos sospechas ante las cámaras de seguridad.

Damon estaba ya saltando en la cama para celebrar la inminente escapada cuando llegué a la habitación. Superming aún no había llegado y el pequeño Playmóvil andaba hurgando en las mochilas, buscando un cacharro (él lo tenía restringido) para relajarse un poquito con lo suyo –lo suyo era cualquier cosa que saliera por una pantalla pequeña: unos juegos, los dibujos animados, un vídeo cutre casero…- Empecé insultando casi a Superdamon y riñendo al hermanito de Lux al llegar, aunque confieso que a cada segundo con menor convicción, pues me contagiaron pronto su entusiasmo y enseguida sucumbí a la liberación de dejarme llevar por mi instinto. Cinco minutitos arriba y abajo desfogando para hacer ganas de comer, y luego reposar un rato con el chisme que llevaba toda la mañana en silencio, con la dichosa ley seca telefónica, podría hacerme mucho bien y no perjudicaría a nadie. Sólo el sólido material de última generación de las camas, elaborado especialmente para nuestros centros, podría tener la consistencia suficiente para el trote que le dábamos hombres hechos y derechos ya. Por un momento, subiendo, bajando y gritando a la vez, pensé en que aquellos felices momentos tal vez nunca volvieran.

A las 14 h. era el almuerzo y al terminar teníamos hora y media de estudio obligatorio y soporífero en dos enormes aulas paralelas a los comedores, hasta la hora de Gimnasia, que era lo mejor del día para casi todos.
A las 17 horas teníamos dos horitas de Educación Física y Deportes con Many y Matie, nuestra parejita encantadora de profesores de gimnasia, que en realidad andaban siempre a la greña.
Me acerqué a Superman –como llamamos a Many- para preguntarle si tenía mucha exigencia la clase de hoy, por si nos hacían sudar de lo lindo, para después tener que ducharnos. Pero me dijo que no, que habían pensado en una clase de orientación espacio-temporal usando todo el perímetro del recinto y hasta los GPS de nuestros trastos. Sin duda estaban al tanto de la situación y aquello era la forma de enmascarar nuestra prospección de los puntos débiles del CARSU.
Al menos la mitad de los alumnos del centro tenían clase de gimnasia a la misma hora que nosotros, con distintos profesores, por supuesto, y el resto se repartían en las demás actividades más o menos lúdicas y prácticas fuera del aulario; Música y Canto en el Anfiteatro Wagner o en la Netrebko Music Hall -la sala de conciertos-; Física y Química en los laboratorios Curie; o Espiritualidad en la Sainte-Chapelle.
Por lo que los alumnos se repartían por las numerosas instalaciones del centro, siguiendo un orden planificado tan exhaustivamente como el de las asignaturas teóricas. Concentrándose al término de las mismas en dos sitios clave: los vestuarios anexos a los campos de deportes y la puerta de entrada de los pabellones residenciales. En la puerta de ambos lugares habían organizado un control, nuestros huéspedes inertes.
Ya con la ropa de deporte en el estadio, nos dijeron los profes que sería una clase de Geocaching, que era un juego que consistía en encontrar un tesoro que habían escondido ellos dentro del recinto del CARSU, valiéndonos del GPS de nuestros trastos. Nos juntamos por parejas que ellos ya traían adjudicadas y nos entregaron un papel con las pistas necesarias para conseguirlo y los puntos por donde debíamos pasar, ya que no funcionaban los teléfonos. Cada papel venía en un sobre cerrado con el lugar del centro desde donde empezábamos a jugar. Y no podíamos abrirlo para leerlo hasta que no llegáramos a nuestro punto de partida.
Me tocó con Damon de pareja. Nos dieron el sobre y empezaba la clase. El nombre que ponía en el nuestro era la Biblioteca. Tardamos un rato en darle la vuelta al recinto, pasando por los laboratorios, donde se veían muchachos asomados por las ventanas. Dejamos también atrás las salas de juegos y pasamos por la misma puerta del gimnasio que resonaba como de estar en plena actividad. Junto al edificio del gimnasio, por detrás, está la Biblioteca. Nos paramos en la entrada, y sin pasar hacia dentro, abrimos deprisa el sobre. Decía más o menos así:
“Esto no es un juego. Alumnos, profesores, directivos y demás personal del centro estamos en peligro de muerte. Cada uno tenemos una misión para tratar de escapar con la mayor urgencia. En cualquier caso, antes del domingo. Si no, será tarde para todos.
Vuestra misión será, durante el tiempo que dure su clase, encontrar un punto débil en la zona sur del Centro, en la antigua salida a la carretera de Komala. Y si no lo encuentran, deberán ir a la Biblioteca para buscar un libro o un manual que nos ayude a conocer el mecanismo de la cúpula. Y regresar a las instalaciones deportivas con un informe de todo. Nada más. Repetimos: Esto no es un juego. Suerte. –El rector A.G. MING y su equipo directivo”. Al final en mayúsculas ponía: “DESTRUIR ESTE PAPEL AL TERMINAR SU LECTURA”.
- ¿Qué te parece? –Saltó entusiasmado mi colega-. Lo más apasionante que hemos hecho en nuestra vida, chaval.
- Es verdad, tío, ¡qué emocionante! Pero ¡vamos! Quema el papel y manos a la obra. Que no hay tiempo que perder.
- Nos podíamos repartir el trabajo. –Pensó Superdamon en voz alta, mientras prendía fuego a los papeles con su trasto-. Tú te vas a la valla y yo a la bibli.
- No, no, no. Que no me fío de ti. Vámonos juntos. Si se puede salir lo sabremos rápido. ¡Ven conmigo! ¡Corre! Te vas a quemar, tira eso al suelo ya.
Y justo cuando íbamos a cruzar la carretera interior para acercarnos a la vieja puerta de salida, a punto estuvieron de atropellarnos dos robots que circulaban por allí en ese mismo momento, dentro de su cápsula. Pasados unos metros detuvieron el reluciente vehículo y se bajaron. Nosotros seguimos corriendo mirando para atrás y vimos cómo se echaban mano al cinturón, sacaban su arma y uno de ellos nos apuntaba con ella.
No dijeron nada, no nos llamaron ni parecieron enfurecerse al vernos marchar. Seguimos corriendo hasta que llegamos a los altos abetos que bordeaban el recinto. Nos escondimos detrás y volvimos a mirar al lugar de los polis. ¿Lo pueden creer? Ya se habían ido.
Salimos de nuevo al borde de la carretera, sudando, sin dejar de mirar para todos lados y nos dirigimos hacia la izquierda, unos metros más allá. La puerta era tan sólo una valla metálica de mediana altura cerrada con un cerrojo, con una cadena vieja y un candado de acero codificado. Nosotros la saltamos y pasamos al otro lado, por donde continuaba la carretera hasta el fondo. Pero a cuatro o cinco metros se alzaba la enorme mampara de cristal, hasta la que llegamos. La tocamos y pudimos comprobar el grosor del cristal, parecía tan sólida como una roca, y no se veía el menor resquicio por ningún lado. Se hundía en el suelo sin ningún tipo de hendidura. Le dimos golpes y patadas, le tiramos piedras enormes, y ni siquiera se desprendió el menor cristalito. Aquello estaba visto. Por allí no había nada que hacer.
Nos dimos la vuelta hacia la Biblioteca de nuevo. El portalón estaba entreabierto. Subimos por dos cortos tramos de escalera y entramos en el universo de los libros.
Husmeamos medio corriendo los infinitos anaqueles de la sala con la mayor libertad, completamente solos –según creíamos- ojeando cada uno por nuestro lado cualquier cosa que nos parecía interesante. Exploré la Arquitectura desde Le Corbusier a Koolhaas y Calatrava, hasta nuestros días; indagué sórdidos libros de guerra, incidiendo en la defensa pasiva; encontré fortificaciones y bunkers; agoté catálogos de Ingeniería Megalítica donde se explica la construcción de las últimas maravillas del universo: puentes, túneles, presas, viaductos… ¡Para nada! Mientras tanto, Superdamon, después de gritar como loco taconeando encima de las mesas vacías, dejó de emitir el menor sonido –lo que era aún peor-: algo estaba tramando. Lo llamé y no me contestó. Lo encontré tirado en el suelo con unos comics guarretes.
Quedaban quince minutos para el fin de la clase: ¡no se podían mirar más libros en menos tiempo! Había que coger lo que más nos interesara y salir pitando. Damon pensó que el más apropiado era el que tenía en sus manos, “Opener” (El abrelatas), la historia erótica y gráfica de un cerrajero de urgencia, sin diálogos apenas. Y yo me decidí por otro gordísimo, del siglo XXI, llamado “Under the dome”, que tenía en la portada una ciudad envuelta por una cúpula transparente, exactamente como la nuestra.
Al llegar cada uno habló de sus hallazgos con poca convicción. Los informes eran negativos. Lo único bueno fue que a Lux y al chino los mandaron a seguir con la preparación del Aleph, nuestro verdadero tesoro, a la cámara secreta, que cada vez era menos secreta.
Nuestras pesquisas, como las de los demás reclusos del centro, aquella fría tarde de primavera apenas sirvió para confirmar la imposibilidad de escapar.
Esa noche un chico de la clase de Souleima, Martinr, el delegado de los mayores, sufrió una especie de lipotimia en las duchas del gimnasio. Martinr fue el único que se duchó después de la clase de Gimnasia. Lo sacaron con convulsiones y espasmos horribles, con la cara desencajada y con sangre saliéndole de la boca. Después de tratar de rehabilitarlo durante varias horas en la enfermería, a la media noche fue desalojado por la puerta principal del Centro en un vehículo largo y oscuro, que entró y salió como una flecha del recinto.
Documentos adjuntos a esta publicación
El AlephEL CUMPLEAÑOS DE SUPERLUX (3)
 
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