La vocación de Beatriz; relato breve
 

La vocación de Beatriz

Versión íntegra

Mujer leyendo en el wagón de Edward Hopper

La trama celeste
Cuando llegó arriba mi padre después de dar las gracias a Dios y saludar a algunos viejos amigos lo primero que hizo fue preguntar por el abuelo, aunque él ya lo estaba esperando. Cuando se encontraron se fundieron en un abrazo. Suegro y yerno se llevaban bien, no exactamente como padre e hijo, pero habían sabido reconocerse mutuamente sus virtudes y por encima de todo siempre los unió el amor por las mismas personas: mi madre y yo. Nunca se quisieron contradecir, pero ahora llegaba el momento de hacerlo, sin acritud: por el bien de su hija. Los dos aplaudieron la decisión de estudiar en la Universidad, sabiendo que sería la mejor opción para mi desarrollo personal y social. Ambos desaprobaron también la carrera escogida; sin aspavientos, sin discusión, sin esperanza. Porque pensaban que aquella debería haber sido una decisión práctica tomada con la cabeza y no con el corazón, pues intuían que así mi felicidad no sería duradera. Y no se equivocaron. De esto le habló papá al abuelo al llegar, le agradeció en el alma los servicios prestados y le rogó que le cediera su puesto. Había llegado el momento de consagrarse a su familia.

La gran decisión
Beatriz Vitrubio tuvo una educación humanística de estilo renacentista; todo le interesaba. Aunque todo le interesaba un ratito, unos días o unos meses, raramente más, salvo el deporte y los libros. Ni siquiera aguantaba mucho tiempo con las mismas amigas o con los mismos amigos. Mientras estuvo estudiando practicó varios deportes. Su favorito fue el tenis, con el que se ganó la vida un tiempo haciendo lo que más le gustaba. En el colegio y después en el bachillerato practicó sobre todo el atletismo -fue una buena velocista y una gran mediofondista, pero nunca se le dieron bien las carreras de fondo.
Pasaba todo el verano desde pequeña en el apartamento de la playa, jugando, haciendo deporte todo el día y conquistando el corazón de media Europa por las noches. Fue allí donde tuvieron lugar sus primeros escarceos amorosos que la conducían a amanecer unos días en la pista de tenis y otros en la de baile, según se diera el caso, practicando con su eventual pareja intensas lecciones de inglés o francés que le serían de gran utilidad para su futura formación.
Recuerdo el día que decidió ir a la Universidad. Era el día de Nochevieja de 1979 y como siempre lo celebraban en casa de los abuelos. Después de las campanadas todos se trasladaron al salón, menos Beatriz que se quedó en la salita con la abuela y con el abuelo, que estaba ya enfermo. Él había sacado a su familia adelante gracias a un próspero negocio avícola. Le gustaba alardear de sus tiempos de negociante: solía decir que vale más un buen trato que un mes trabajando –con el tiempo ella haría propio ese viejo lema-. Aquella noche, como si de una despedida se tratara, quiso obsequiar a su nieta con sus más trascendentes consejos. Empezó por decirle que había que llevarse bien con todo el mundo y tener amigos en todos lados, porque nunca se sabe cuándo nos pueden hacer falta. Le habló de lo importante que era ser una persona seria y formal. Que tenía que ser una buena trabajadora y estudiar mucho para ser alguien el día de mañana. Y para poner el punto y final, la abuela acabó remachando las palabras del abuelo con aquella recurrente retahíla: “Siempre se ha dicho que el saber no ocupa lugar”.
Pues ese mismo día, cuando salieron al salón, anunció Beatriz a todos su intención de estudiar la carrera de Literatura al acabar ese año, si es que aprobaba, claro.

La formación académica
Amanece por la última ventana del aula más cochambrosa de la vieja Facultad de Filosofía y Letras, aunque en las estrechas calles de la judería, en la vida real, será plenamente de día. Un profe progre con aires de Óscar Wilde disecciona con su afilado bisturí al gran Jorge Luis Borges: “El oxímoron y los close-up sinecdóquicos en la prosa narrativa de Borges”. Ya tengo nombre para los paradójicos adjetivos de El Aleph: “La graciosa torpeza de Beatriz Viterbo” o de El Zahir: “La luz oscura y el sol negro”. Quién si no el inmortal porteño habría de tener aficiones tan exquisitas.
El Zahir, El Aleph, El Otro, El inmortal, El sur, El jardín de senderos que se bifurcan, El hombre de la esquina rosada…Uno por uno fueron cayendo al piso descuartizados, como si de una pública autopsia se tratara, poniéndonos a todos perdidos de sangre azul y criolla del insigne argentino. Hasta tal punto que el de árabe tuvo que esforzarse para hacerse paso entre la multitud de cadáveres. Entre don Óscar y Hakim acabaron vaciando el aula, emulando a una pareja de mulillas en aquel fantástico ruedo literario, dejando atrás sólo al Aleph para que el de árabe tratara de resucitarlo, pues difícilmente sería capaz de dar la clase sin él.
Cómo comparar aquellas clases de Literatura con las del año pasado del padre Funes. Lo recuerdo erguido como un gigante sobre su pedestal con los brazos abiertos, colgando las anchas mangas de su blanco hábito, recitando con toda su alma aquellos memorables versos de Manuel Machado que teníamos que repetir de memoria:
- Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron / -soy de la raza mora, vieja amiga del sol…
O de León Felipe:
- Ser en la vida romero, / romero solo que cruza siempre por caminos nuevos…
Querido padre Funes, de tanto decir a mi novio estos versos se los ha llegado a aprender y aún los recita imitando tu propio soniquete. Recuerdo tus famosas antinomias filosóficas: SER/ESTAR; VIVIR/SOBREVIVIR; CULTURA/CIVILIZACIÓN; MUNDO/UNIVERSO, en las que ponderabas el valor de lo trascendente frente a lo trivial, idealismo que hemos lucido como el más preciado blasón. Fuiste el más heterodoxo y romántico profesor que tuve y tendré jamás. No sé si sabrías o no enseñar Literatura pero qué más da; siempre conseguías emocionarnos. Sembraste en nosotros la semilla de esa grata y efímera pasión que persistió en mí más allá de tu tiempo. Por la que estoy ahora aquí, tal vez equivocada, en esta especie de forense lección de anatomía.
A las dos salimos de clase por las estrechas callejuelas de la judería que nos resguardaban de los rigores del verano ya próximo. Espero a mi novio que estudia Derecho en el mismo edificio hasta que el año que viene construyan su Facultad. Sale con su amigo Juan y con la relamida empollona que les pasa los apuntes. Viene serio y guapo que se le cae la cara. Cuando se despiden la pija le dice:
- ¡Adiós salao!
Y ya no aguanto más. Le suelto la mano con genio y tiro para adelante deprisa. Él me alcanza e intenta tranquilizarme pero yo estoy harta de tanto tonteo. Desde allí al coche ni una palabra. Le digo que voy a casa de la abuela. Para en la puerta, salto del coche y me pregunta:
- ¿Te recojo a las nueve, no? Cuando salgas de entrenar. ¿O tienes examen?
- Como si lo tuviera. Adiós.
Subo andando al piso de la abuela, llevo todo el día sentada y conviene hacer un poco ejercicio. Pienso en el abuelo: ¡Qué sola se ha quedado la pobre! Llamo al timbre, tarda en abrir, vuelvo a llamar y abre por fin. Nos damos un beso, se da cuenta de que he estado llorando y le tengo que explicar el asunto. Está haciendo salmorejo, le ayudo a pelar tomates y pimientos asados –espero conservar la tradición de esta mágica receta del pueblo-. Pregunta que cómo voy este año y le digo que bien; normal. Dice que al abuelo le hubiera gustado que fuera abogada o notaria para que no me engañaran como a él le engañó aquel individuo del banco. Que me deje de hombres que no dan más que preocupaciones y que estudie y trabaje mucho para saber de todo: “Que el saber no ocupa lugar”.
Cuando llegué a casa mamá ya estaba fregando el comercio ella sola y refunfuñando como siempre. Le conté que me había parado un momento en casa de la abuela, que estaba preparando salmorejo y que la había visto bastante cansada. Mamá le tenía preparada una habitación para ella en casa, pero no conseguía convencerla para que se viniera con nosotros, ni siquiera para que se llevara la comida hecha. Mi madre acabó diciéndome: “Sois igualitas las dos”.
Después de ponerles la comida a todos, almorzar y fregar los platos me echo un rato en mi cuarto a descansar, porque estaba muerta, cierro un poco los ojos y me quedo dormida sin querer.
Desperté sobresaltada con un sueño. Soñaba que querían tomar la Facultad los profesores y la protegíamos los alumnos desde dentro. Volví a quedarme dormida. Por la reja podía distinguirse a Hakim, el de árabe, al frente de sus tropas sarracenas –los otros dos de su departamento- junto a don Óscar, al de francés y al cura de latín con otros profesores empujando la puerta y escalando por las ventanas. Y mis compañeros de clase y yo con los de Derecho resistiendo dentro hasta que se hizo de noche. Incomprensiblemente vi subir las escaleras a mi abuelo como un fantasma rumbo a la biblioteca. Cuando volví la cabeza de nuevo bajaba capitaneando un verdadero ejército de malhechores: venían primero los gauchos Juan Moreira y el Martín Fierro montados a caballo, con el temible Monk Eastman detrás, el carnicero de Five Point, seguidos de algunos conocidos piratas y filibusteros y hasta el mismísimo Billy the Kid. Los profesores eran menos pero estaban más organizados y mejor equipados que nosotros, aunque aquel refuerzo hizo que los dos bandos se equilibraran. Al parecer nos habíamos encerrado en protesta de la cantidad de materias y temarios absurdos que se incluían en nuestras especialidades. Los de Derecho empezaron a chaquetear y con la excusa de que no les gustaba la pinta de los nuevos aliados se fueron quitando de en medio. Por unos momentos mi abuelo se sintió orgulloso de que su nieta hubiera escogido aquella utópica carrera. Sonaron las sirenas de la policía fuera, al parecer alguien había dado el chivatazo y venían a ponerse del lado de los profesores con la excusa de capturar a los villanos fichados –Billy, sin ir más lejos a sus veinte años ya debía a la justicia de los hombres veinte muertes, sin contar mejicanos-. Así que tuvimos que acabar por pactar una tregua, un armisticio.
Abriríamos las puertas, entregaríamos a la malvada pirata Ching y al hombre de la esquina rosada, manifiestamente culpables, a cambio de incluir una nueva lista de optativas, pero no aceptarían eliminar ninguna de las asignaturas. El sistema continuaría como siempre, todo funcionaría igual: los profesores seguirían analizando relatos, novelas y poesías según los principios académicos, esa sería la doctrina que habrían de aprender los alumnos. Al año siguiente nos enteramos de que a Billy le había dado caza y mandado al otro barrio un antiguo amigo suyo llamado Pat Garrett.

La vida laboral
Me despierta la alarma del móvil creyendo que llego tarde a entrenar, aunque pronto comprendo el error: es el despertador del trabajo. Bajo las escaleras y preparo el desayuno. Se despierta María y me pide que le ponga lo suyo -lo suyo son sus dibujos animados-. Le digo que coja un cuento, que está rota la tele. Empieza a dolerme la cabeza. No recuerdo la pesadilla de anoche. Al coger el librito en el cuarto de baño empiezo a acordarme: “Historia universal de la infamia”. ¡Ya está! He pasado toda la noche con alguno de los personajes más sanguinarios de todos los tiempos. ¡Qué alivio da despertarse! Aunque sea treinta años después y para trabajar de vendedora de quesos.
Marcho al trabajo en el coche, pero antes dejo a María en casa de mamá con un beso y una última recomendación: “Que te portes bien y que estudies mucho, vale.”
La presencia de mi maravilloso ebook, tan cercano en el bolso, me infunde valor para el día que comienza. Y no es que yo cambie los libros por esto, echo de menos ese aroma peculiar a ciertas especias, disfruto al terminarlos colocándolos en el estante de los libros leídos y fastidia no verlos luego, como si no me contaran. Pero trato de adaptarme a los tiempos, a mi tiempo, porque he decidido que tengo que aprovecharlo al máximo. Ahora estoy leyendo cuatro libros a la vez: la Rayuela de Cortázar, de cuyo laberinto espero ser rescatada; El Árbol de la Ciencia de Baroja, más sencillo, más duro, más sabio –y que ha sido mi Ariadna salvadora-; unos relatos del Padre Brown de Chesterton con cierto encanto y un curso avanzado de Photoshop, que no sé si podré practicar. He hecho una lista de los libros y escritores que tengo que leer antes de morir [sic]. Esta selección prescinde de lo escrito en los últimos años –digamos treinta al menos- sin apenas excepciones: fuera los recientes best-sellers. Descarto (sin el menor desprecio) los grandes clásicos como El Quijote, La Ilíada o La Odisea. Y los milenarios tomos como Los Miserables de Hugo, el David Coperfield de Dickens o los seis volúmenes del Tiempo Perdido de Proust al que no pretendo buscar para no perder el mío.
Llego al polígono, aparco y subo las escaleras de la gran nave. Llego tarde, cuelgo el bolso y la rebeca en el perchero, me siento y enciendo el ordenador. Estamos en una amplia sala con cuatro mesas alrededor llenas de papeles y una copiadora al lado; es el departamento comercial. Somos distribuidores de cuatro marcas de quesos, como hay otras muchas. Las ventas están muy mal. Ya han salido dos compañeros en los últimos meses. Sólo quedamos el gran Houdini y yo de la vieja guardia, pero él mágicamente va cubriendo objetivos, por lo que volverá a escaparse de esta. Así es que la próxima seré yo en caer. El gerente está empezando a hablarme sin el debido respeto, le pone faltas a todo, hasta se permite criticar los emails, como si de eso entendiera también más que yo. Después de una mañana cobrando facturas en la calle por la tarde tengo una cita en una gran empresa. Después de esperar una hora con otros vendedores, que no me dejan leer, una señora nos dice que el encargado ha tenido que ausentarse y que pidamos cita para otro día por teléfono.
Recojo el pijama de casa, le doy un beso a María y a su padre y marcho al hospital a acompañar a papá. Se encuentra fatal cuando llego. Mi hermano dice que lo ha pasado muy mal al cambiarle el oxígeno. Se marcha y me deja sola con él. Ocupo su lugar y le cojo la mano. Aunque ya lo veo, le pregunto que cómo se encuentra y responde con un hilo de voz que nos espera una noche muy larga. Será lo último que le entienda, no le pregunto más, está sudando y jadea constantemente. Llamo a la enfermera y no sabe qué hacer. Le digo que llamen al médico, cuando llega se encoge de hombros y vuelve a salir. Le sigo afuera. Sugiere la conveniencia de no prolongar el sufrimiento llegado el momento, a lo que debo sin más remedio asentir. En mitad de la noche siento a papá que me agarra la mano y señala al bote de oxígeno: se asfixia a chorros. Hay que hacer algo. El médico entra de nuevo con su más experto enfermero y le inyecta un calmante o Dios sabe qué. Me piden que salga. Espero en la puerta mientras hago algunas llamadas -tiene que venirse alguien conmigo-, no puedo con esto yo sola; no tengo esperanzas. A los cinco minutos salen los dos con la cabeza gacha, los miro a la cara aterrada y se confirma su defunción.

Los primeros cambios
Espero en la misma empresa del día que murió papá justo hace un mes. Hoy estoy sola y puedo leer tranquila. Leo La Regenta de Leopoldo Alas Clarín; me recuerda a Madame Bovary. Ambas mujeres insatisfechas, atormentadas y adúlteras, ambas vidas narradas por un hombre y magistralmente escritas. Tomo nota de este descubrimiento para la reseña que quiero hacer en la nueva página web. Llevo menos de un mes con ella y apenas he podido crear algunas secciones, pero tengo bastantes ideas que trataré de ir poniendo en práctica. Para mí, como decía Nietzsche, esa web debe ser un puente y un ocaso en mi vida.
Recibo una llamada del gerente a última hora: que no falte esta tarde que quiere hablar con nosotros. ¿Qué cuento se inventará esta vez? El último día que nos reunió nos sentó a todos en la sala de conferencias y nos puso el cuento de Los Tres Cerditos sacado directamente del Youtube. Nos dijo que quería hacernos comprender que cuando viniera el lobo debíamos estar preparados. Y al parecer el lobo ya estaba aquí.
Llegamos todos temprano esa tarde. Pasa una hora incierta sin llamarnos pero a las cinco y media entró a la sala y se puso a preparar el portátil y diez minutos después nos estaba llamando. Fueron entrando, después de dejarme pasar se cerró la puerta y empezaba el juicio.
Moisés, que es el nombre de mi jefe, nos habló de esfuerzo, de compromiso, de responsabilidad, de honradez, de trabajo en equipo, de solidaridad, de ser positivos, de generosidad, de predisposición y de tratar de disfrutar con nuestro trabajo; de ser felices y apasionados trabajando. Y también dijo que el que no caminara por aquella senda le sobraba. En media hora habíamos terminado. No hubo comentarios jocosos salidos de tono como cuando puso Los Tres Cerditos. Nada más. ¡A disfrutar trabajando! Nos dijo al terminar. Desgraciadamente para mí aquello era una verdadera “contradictio in adiecto”, una paradoja, un oxímoron de tomo y lomo; una tontería.
Diríase que Moisés, a mi lado mientras iban saliendo, estuviera escuchando lo que pensaba, y por ello me pidiera que lo acompañara ahora a su despacho. Volví a entrar en la nueva y espaciosa sala subiendo un par de escalones, como si subiera al cadalso, y volvió a cerrarse la puerta detrás de mí. Nos sentamos uno frente al otro con su mesa en medio y empezó a decir sin más preámbulos:
- ¿Cómo estás, Beatriz? ¿Te pasa algo?
- A mí no. ¿Por qué? –Respondí sorprendida y asustada-.
- Me refiero a las ventas. ¿Tienes algún problema?
- No, que no se vende, que se vende muy poco. ¿Y qué hago? ¿Estoy haciendo lo que puedo? El mes pasado pasó lo de mi padre, pero ya estoy mejor.
- Muy bien, pero no sé qué vamos a hacer, Beatriz. Esto no funciona. No podemos continuar así. Unos meses por una cosa y otros por otra no me salen los números.
- Yo trabajo como siempre, antes se vendía y ahora no. No sé qué puedo hacer. –Aunque yo tenía algunas ideas-.
Llevaba dándole vueltas al asunto al menos diez años. Si bien en las últimas semanas habían llegado a mis manos, como caídos del cielo, un par de certeros libritos que me habían puesto en acción pues comprendía que no se podía seguir mucho tiempo por ese camino. Preparé un proyecto en el que exponía la creación de un departamento de marketing que aumentaría las posibilidades comerciales de la empresa y en el que yo asumiría todas las funciones.
De pronto lo llamaron por teléfono para una visita importante que le esperaba abajo. El gerente no pudo negarse, así que tuve que esperarle un rato.
El plan aún no lo había madurado lo suficiente porque tenía el temor de que lo considerara una tontería y se negara. Este plan no suponía una mejora económica para mí sino más trabajo, pero eso no importaba porque implicaba hacer el tipo de cosas que siempre quise hacer.
Vi en el despacho de Moisés a un hombre alto de espaldas que se parecía a mi pobre padre. Estuvo sólo un cuarto de hora y se fue sin que le viera la cara. Tras despedirse del misterioso personaje me llamó el gerente de nuevo al cadalso. Calló unos instantes que fueron eternos, como si fuese a dictar una sentencia de muerte y, entonces, inspirado sin duda por mi ángel de la guarda, habló:
- ¿Beatriz, tú no sabías hacer otras cosas además de vender?
La eternamente anhelada cuestión sonaba por fin en mis oídos a música celestial. Así, como si llevara toda la vida esperando a contestarla, le respondí con fervor y sin humildad:
- Moisés, yo sé hacer mil cosas más. Llevo toda la vida estudiando, siempre me ha gustado saber de todo aunque nunca haya servido para nada. Estos años he hecho cursos de diseño gráfico, de creación de páginas web, de marketing, de productividad, hasta de director de empresa y además sabría elaborar cualquiera de los quesos que hacemos de principio a fin.
- Mira Beatriz, -contestó iluminado- piensa qué función productiva podrías realizar sin dejar a tus clientes y preparas un proyecto. ¿Te parece bien?
- Claro que sí, buena idea –respondí al gerente-. Mañana mismo lo tienes –porque ya estaba hecho-. Gracias.
- Tranquila, piénsalo bien, tómate un par de días para hacerlo y lo vemos el viernes. Lo que no podemos es seguir como estamos, Beatriz. Bueno, pues a disfrutar trabajando.

La obra de Beatriz Vitrubio
Así fue como Beatriz encauzó su vida desde entonces, disfrutando con su nuevo trabajo, que al fin favorecía su creatividad y le producía pequeñas pero continuas satisfacciones. Aunque ella siguió haciendo otras muchas cosas cada día. Intentaba leer todo el tiempo que tenía libre, había añadido una nueva estantería frente al sofá del salón, donde instaló sus libros preferidos y los que iba añadiendo de su lista. Le dejó un estante a su hija María, a la que le gustaba leer tanto como jugar o ver los dibujos animados. Y cada día trataba de mejorar y aprender algo nuevo.
Siempre le había gustado escribir. Sus ventas cada vez se debían más al éxito de sus escritos comerciales que a las conversaciones personales. Esto ya le había ocurrido años atrás en sus conquistas europeas. Le resultaban tan románticas y emocionantes sus relaciones epistolares durante el invierno que cuando se materializaban en verano se tornaban insulsas. Por eso le gustaba conservar la relación todo el año y luego dejarla languidecer en julio o agosto.
A su natural hiperactivo se le había añadido desde su cincuenta cumpleaños una cierta urgencia por hacer cosas antes de que fuera demasiado tarde. Seguía jugando al tenis todas las semanas y también salía en bici o andaba por el campo con su familia. Había conseguido como un regalo del cielo una página web en la que incluyó una sección cultural donde escribía de temas históricos y literarios, con la velada intención de practicar la escritura. Decidió que ya era hora de poner en marcha sus actitudes literarias y quería hacerlo poco a poco pero bien.
Con el tiempo aquel rincón virtual creció y acogió su creación personal. En el trabajo trataba de seducir a sus clientes a través del marketing aplicado a la industria láctea, por las tardes visitaba a su madre acompañada de su hija María y después de cenar se ponía a componer la historia de El Gran Capitán, los amores desinteresados de Theo Sarapo o los adúlteros de Madame Bovary. Poco a poco fue conocida por sus amigos y clientes más por esto que por cualquier otra cosa. Aplicando los mismos principios que en su empresa consiguió que muchos lectores se acostumbraran a visitar aquel sitio que contaba pequeñas o grandes historias de personajes históricos y de ficción, hasta el punto que cierto día se interesó por ella una conocida editorial que le propuso publicar todo lo que ella fuera capaz de escribir a cambio de un gran contrato para toda la vida.
Pero no por ello dejó Beatriz de leer y estudiar, todo lo contrario, pues aunque publicó muchos relatos y alguna novela de cierto éxito y consiguió ganarse la vida haciendo lo que más le gustaba, seguía pensando que había tiempo para todo. No sólo cumplió con la lectura de su exigente lista sino que pudo disfrutar con alguno de los más conocidos best-sellers que se había dejado atrás, incluyendo trilogías completas, eso sí, una vez cumplidas con rigor las consiguientes tres décadas de carencia. Además quiso leer de principio a fin las épicas epopeyas clásicas, fuente de nuestra civilización occidental y hasta el mismo Don Quijote, desechado por arcaico y rescatado al fin en aquella versión apócrifa pero moderna del virtuoso Pierre Menard. Y aún le sobró tiempo y espacio para aquellos inmensos volúmenes en los que encontró las más hondas satisfacciones.

La heredera
María apenas podía creerse la enorme audiencia con la que contaba este año, hasta el punto de tener que disponer de un micrófono para poder ser oída. Al parecer se había corrido la voz y todos los alumnos de segundo habían escogido aquella optativa inaudita que le permitieron inventar, que al principio pareció la más prescindible de todas las asignaturas: “Filosofía de la Literatura”.
El aula estaba abarrotada, pero cuando se puso enfrente de todos apenas se escuchaba un pequeño rumor. María me buscó entre las filas esperando encontrarme este curso también. Le costó localizarme de pie detrás de la multitud. Sonreí a mi hija cuando me vio y le mandé un beso desde allí mientras derramaba la última lágrima y me despedía de ella para siempre.

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