Las luces de septiembre (1995)

Carlos Ruiz Zafón

Las luces de septiembre

Tercera novela del autor, recopilada posteriormente en “La trilogía de la niebla”, junto con “El príncipe de la niebla” y “El palacio de la medianoche”. Libros ideales para su lectura por parte del público más joven, entre los cuales me encuentro, por mucho que el espejo se empecine continuamente en poner trabas al respecto.

Haciendo gala una vez más de su maestría, Carlos Ruiz Zafón formula este fenomenal broche de la trilogía, haciendo uso de los recursos que tanto atraen a aquellos lectores a los que inicialmente va dirigido este tipo de libros: historia de aventuras; aderezada con un toque de suspense; cocinada en un fondo de misterio; protagonizada por adolescentes; y marcada por un amor estival imperecedero. Todo ello con una escritura ágil que resulta fácil y rápida de leer, favoreciendo la introspección.

 

A muchas personas, como mero instinto neurótico, primario e irracional, les produce desasosiego la oscuridad, causándoles auténtico terror no solo los habituales ruidos que tienen lugar en la quietud de la noche cuando la ausencia de luz impera, sino, en mayor medida, las sombras que surgen espontáneamente a nuestro alrededor, algunas de las cuales parecen tener vida propia. Al mantener fija la mirada en ellas, a riesgo de sufrir estrabismo crónico, se llega a percibir que están dotadas de movilidad.

En “Las luces de septiembre” las sombras ostentan la cualidad de protagonista principal de la novela, constituyendo su origen y la razón de su existencia el misterio a desvelar a lo largo de sus páginas.

Tras el fallecimiento de su esposo, Simone y sus dos hijos, Irene y Dorian, abandonan París, al contratarla Lazarus Jann, fabricante de juguetes que reside en una mansión gótica con nombre propio, Cravenmoore, ubicada en un frondoso bosque junto al mar, en un idílico pueblo de la costa de Normandía. Irene conocerá a un joven pescador, Ismael, y juntos vivirán una aterradora aventura entre sombras del pasado, juguetes increíbles y autómatas.

Destaca, como si se tratara del preludio de su fantástica novela posterior, la entrañable relación entre los dos protagonistas principales, Irene e Ismael, la cual perdurará a lo largo de los años a pesar de los devenires de cada uno, dado el sello imborrable que produce el primer amor vivido en la adolescencia. Atrapan, asimismo, los paisajes y las evocadoras localizaciones, las cuales podemos materializar en nuestras mentes sin especial esfuerzo, gracias a la fenomenal descripción que se efectúa de las mismas. La casa del cabo, la playa del inglés, el faro de Bahía Azul o Cravenmoore llegaran a parecernos tan familiares que, tras concluir la novela, seguirán existiendo en nuestra memoria formando parte del elenco vivido.

 

Ya os he señalado en otras reseñas, o al menos lo he dejado entrever de forma explícita, que siento especial empatía con este autor, al ser de agradecer, incluso en sus obras más juveniles, determinadas connotaciones que hacen florecer sentimientos que la edad parece avocar a la extinción, razón por la cual os animo a que leáis alguno de sus libros.

Dicho lo anterior, siendo regla implícita en mí cambiar el paso, os señalo que vuelvo al género por el que siento especial predilección, el de la novela histórica, pues tengo algunas deudas pendientes al respecto. Ya os daré cumplida cuenta de las mismas, si bien eso será después de las anheladas vacaciones de verano, pues de todo quiere el Señor un poquito, muy poquito en este caso a la vista de la que está cayendo.

 

Buena lectura y felices vacaciones a quién las tenga

 

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