A Ulises le despertó de su ensimismamiento el odioso sonido digital y cortó por la mitad el ritmo de sus trascendentes plegarias, por eso se levantó airado de su asiento para reprender a la señora. Se le acercó por detrás y le llamó la atención en un tono subidito:
- ¡Señora! Debería poner su móvil en silencio cuando entre en una iglesia.
Entonces ella se dio la vuelta para contestar y se levantó como en un ritual su leve velo. Todo ocurrió como a cámara lenta. Lo que Ulises había creído por la espalda una ancianita enlutada, era en realidad una joven hermosa con una peculiar expresión de ternura y bondad en su rostro.
- Tienes toda la razón, muchacho –respondió la mujer en voz baja pero realzada por el eco del templo-. Discúlpame, por favor, pero era un mensaje importante. Ya he terminado. Lo apago.
Ulises se quedó tan impresionado de la juventud y belleza inesperada de la mujer, que por un momento no le salieron las palabras y cuando habló lo hizo balbuceando torpemente.
- No, no, no. No lo sabía, perdona-ne-me, señora, señorita, lo siento.
- No te preocupes, Uli –contestó la señora-, te entiendo.
- ¿Cómo? ¿Me conoces? ¿Sabes quién soy?
- Sí, por supuesto, eres Ulises Tardáguila. –Y volvieron a retumbar sus palabras, repetidas por el eco que producía la soledad de la iglesia.